El tren en marcha, y yo con billete a
ninguna parte.
Me esperaba, no obstante, un gran
pueblo, Palma del Río, pero fue un curso
sumamente complicado por lo que sigo con mi año en Fuente Carreteros.
Llego tarde. Noche ya. A medida que la “catalana” –coche
de línea- avanza con largas paradas en
plazas de pueblecitos al paso, voy viendo relámpagos, cada vez más cercanos.
Truena y llueve, cuando por fin, y tras largos chirridos, aquel destartalado,
viejo y perezoso autobús se detiene en una esquina, parada oficial. Un buen
grupo de gente, que apenas distingo, por la, prácticamente nula iluminación, grita como una sola voz: ¡La
maestra, la maestra!
Casi en volandas me trasladan, sin más,
a la iglesita parroquia en la que una pequeña Virgen de Guadalupe preside el
altar mayor. Allí, el nuevo párroco recién llegado, también me espera. Se
presenta: José Galisteo. Es joven, guapo, muy moreno… Con una sonrisa, entre
irónica y tierna, me dice: Además de lo que ve, en el coro tenemos un
armonio sin estrenar: Nadie sabe ni
poner los dedos sobre él. Nerviosa pero tratando de ser útil, desde aquel
mismo momento, exclamo: ¡Qué bien! Yo sé tocar algo. La respuesta, de la
gente que me rodea, es unánime: ¡Toque algo, por favor! Y
temblando entono el, Cantemos al Amor de los Amores que en alborozados
desentonos salen fervientes de gargantas
agradecidas.
La aldea, en aquellos años, quedaba
reducida a una placita, rodeada por la iglesia, cuatro casas, que eran las más
destacadas de la aldea, un bar y poco más. En una de aquellas casas vivía el
cura, y en otra, la que una compañera de Fuente Palmera había convenido para mi
estancia, situada justo al lado de la iglesia. Aquella casa era de las que
entonces llamaban de tres cuerpos. Es decir, tres partes separadas por grandes
patios. El último, un gran corralón con cerdos, gallinas, conejos y hasta mulos
por ser aquella una casa de labranza de las de mayor categoría en la aldea. Al
fondo de aquel gran corralón, el postigo colindante con los campos que nos
rodeaban y por donde la gente de la aldea contaba que merodeaban fantasmas.
La
habitación que tenía asignada era grande con techos azulones, muy altos y con
negras vigas visibles. Un poco alejada del resto de los dormitorios y frente a
lo que llamaban comedor. Aquella noche no
pude dormí. Me quedé dormida de madrugada. De un sobresalto, me despertó la voz
de un hombre que gritaba: ¡el lechero,
niñas! ¡Dejar ya el calor de los maríos, so joias! Ruido de cacharros,
carcajadas, el chorrito de leche cayendo espumoso en cazos y cacerolas y el cascabeleo de la
manada de cabras que se aleja, mientras el lechero canta: “tengo una vaca
lechera…”
Una extraña mezcla de añoranzas e
ilusiones nuevas, nacía en mí.
Plaza, ayer y hoy
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