Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

17 abr 2016

Destino: Fuente Carreteros


El tren en marcha, y yo con billete a ninguna parte.
Me esperaba, no obstante, un gran pueblo, Palma del Río, pero fue un curso  sumamente complicado por lo que sigo con mi año en Fuente Carreteros.
Llego tarde. Noche ya. A medida que la “catalana” –coche de línea- avanza con largas  paradas en plazas de pueblecitos al paso, voy viendo relámpagos, cada vez más cercanos. Truena y llueve, cuando por fin, y tras largos chirridos, aquel destartalado, viejo y perezoso autobús se detiene en una esquina, parada oficial. Un buen grupo de gente, que apenas distingo, por la, prácticamente nula  iluminación, grita como una sola voz: ¡La maestra, la maestra!
Casi en volandas me trasladan, sin más, a la iglesita parroquia en la que una pequeña Virgen de Guadalupe preside el altar mayor. Allí, el nuevo párroco recién llegado, también me espera. Se presenta: José Galisteo. Es joven, guapo, muy moreno… Con una sonrisa,   entre irónica y tierna, me dice: Además de lo que ve, en el coro tenemos un armonio sin estrenar: Nadie sabe  ni poner los dedos sobre él. Nerviosa pero tratando de ser útil, desde aquel mismo momento, exclamo: ¡Qué bien! Yo sé tocar algo. La respuesta, de la gente que me rodea, es unánime: ¡Toque algo, por favor!  Y temblando entono el, Cantemos al Amor de los Amores que en alborozados desentonos salen fervientes de gargantas  agradecidas.
La aldea, en aquellos años, quedaba reducida a una placita, rodeada por la iglesia, cuatro casas, que eran las más destacadas de la aldea, un bar y poco más. En una de aquellas casas vivía el cura, y en otra, la que una compañera de Fuente Palmera había convenido para mi estancia, situada justo al lado de la iglesia. Aquella casa era de las que entonces llamaban de tres cuerpos. Es decir, tres partes separadas por grandes patios. El último, un gran corralón con cerdos, gallinas, conejos y hasta mulos por ser aquella una casa de labranza de las de mayor categoría en la aldea. Al fondo de aquel gran corralón, el postigo colindante con los campos que nos rodeaban y por donde la gente de la aldea contaba que merodeaban fantasmas. 
La habitación que tenía asignada era grande con techos azulones, muy altos y con negras vigas visibles. Un poco alejada del resto de los dormitorios y frente a lo que  llamaban comedor. Aquella noche no pude dormí. Me quedé dormida de madrugada. De un sobresalto, me despertó la voz de un hombre que  gritaba: ¡el lechero, niñas! ¡Dejar ya el calor de los maríos, so joias! Ruido de cacharros, carcajadas, el chorrito de leche cayendo espumoso en cazos y cacerolas y el cascabeleo de la manada de cabras que se aleja, mientras el lechero canta: “tengo una vaca lechera…”
Una extraña mezcla de añoranzas e ilusiones nuevas, nacía en mí.

Plaza, ayer y hoy



  

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