Busca huellas y caminos que el viento borró,
pero sigue en un intento de crear nuevos pasos, nuevos caminos.
Nubes y amenaza de lluvia en Córdoba. Sea
bienvenido el día y la lluvia, amigos. Hoy, creo que le debemos el día a los
mayores, si bien, los destinatarios somos todos por edad o responsabilidad.
Hace unos días me dejó fría un dato: más de
un millón de mayores viven solos en España. Es por eso que una vez más el tema
de los mayores me conmueve. Creo que ha sido mi preocupación de siempre que desde
niña me ha llevado a vivir pendiente de
los mayores que por nuestras calles y plazas deambulan con dificultad en
busca de algo, de alguien o simplemente
callejean sin destino.
Y al iniciar este domingo de nubes, sumida en recuerdos me veo
niña, allá en mi pueblo, convertida, a escondida de todos, en responsable de
una anciana desdentada que, en una buhardilla y en la más absoluta soledad,
medio inválida, enferma... se convierte en objetivo de mis infantiles cuidados.
Cada tarde, la visito, la peino, la lavo
y le remuevo un colchón de borra
que huele a orines pasados y que me provoca fuertes arcadas. Sí, los niños
y los ancianos, tan vulnerables, tan
desconocidos, muchas veces en sus necesidades elementales, tan fácilmente
manipulados y hasta olvidados, han sido, son mi primordial reivindicación. De
ahí que me conmuevan pequeñas grandes cosas que observo y que merecen ser
aireadas para que cunda una conciencia más sensible y atenta a estos
solitarios, “trovadores” a veces, y
protagonistas de las más tiernas actitudes, de los más increíbles eventos
como el que hoy me ocupa.
Todo comenzó por la ausencia del director de
una entidad bancaria de barrio que, provisionalmente, quedó a merced de dos muy jóvenes empleadas. Dos ancianos que por
separado y de acá para allá correteaban el barrio, acordaron en una cómplice cortesía: acompañar, proteger…, a las jóvenes empleadas. Y allí, cada mañana, se
apostaban: sonreían al público, repartían caramelos a los pequeños y, poco a
poco, se hicieron tan familiares que los clientes, no sólo les dedicaban
saludos, sino que, en largas esperas, a veces, les provocaban historias.
El nuevo director llegó, pero allí siguieron,
sentados, distraídos, pasando el largo tiempo que son las horas de su muchos
años. Uno de ellos me decía: Aquí soy feliz, niña, aquí no me duermo, y así
duermo por las noches que son muy joías.
¡Y pensar que, con la edad en la boca,
carecemos de recursos para hacernos felices! Yo creo que la felicidad no
depende tanto de estar solos o acompañados, sino, más bien, en no sentirse uno olvidado, inútil, de más en la vida.
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