Creo, amigos, que para nadie o para casi nadie es un secreto, confesado aquí y allí,
por mí misma: padezco agorafobia. No, nada deludopatatía o algo parecido como
me preguntaba intrigada una señora. Es una fobia a la calle, a los espacios
abiertos, a las bullas, aunque sean de dos o tres personas –jajajaja-, pero es
algo que llevo sobre mí desde que empecé
a moverme un poco suelta de manos, allá por los nueve años. Una verdadera cruz
que limita, que provoca crisis de ansiedad y que nadie comprende.
Bueno, hoy, día mundial de la salud, quiero
transcribiros parte del primer capítulo de una obra que tengo empezada,
porque, aunque parezca que nada tiene que ver con la salud física, existe
también la salud mental y que no cosiste, precisamente, en estar locos, sino en
padecer algún tipo de incapacidad que
limita, a veces hasta extremos que nadie imagina, para hacer una vida normal.
Mucho que contar pero voy al principio.
CAPÍTULO I
Mi padre: La niña se marea- decía, cuando me veía atravesar el patio de
luz de aquella gran casa agarrada a las paredes- Tendríamos que llevar la niña al
médico.
Mi madre: ¡Tonterías! Cosas de la edad;
ya se le pasará y esta niña que se asusta de todo y que le gusta llamar la atención.Y
el médico peludo, miope: ¡A ver, a ver,
niña! ¿Cómo son esos mareos? ¿Más sentada, más de pie, más acostada? Y yo,
encogerme de hombros y callar.
Y medicamentos al uso de los años
que me dejaban atontada, que me dormían en el colegio, sobre todo, donde las
cabezadas llegaban al pupitre, entre carcajadas de mis compañeras de clase y
reprimendas de la monja que repetía: al
colegio no se viene a dormir. Voy a tener que hablar con tu padre. Y yo, callar
y sentir que el mundo se hundía bajo mis pies. A veces lloraba escondida entre
las enredaderas de aquel gigante jardín de mi casa, a veces me quería morir, a
veces vomitaba, a veces… ¡Que largos años en lucha con fantasmas que yo solo
veía, sentía, sufría…! De vez en cuando, como algo
olvidado que está ahí sin más, mi padre se interesaba: ¿te sigues mareando? ¿Por qué andas pegada a las paredes? ¿No te encuentras mejor
con las pastillas? Y yo: no sé. Y
encogerme de hombros. Mi madre: ¡tonterías!
Cosas de la edad; ya se le pasará
Y el médico: podemos cambiarle el tratamiento, pero, explícame, niña: ¿te mareas más
acostada o levantada? ¿Andando o sentada? Y yo, pues, encogerme de hombros
y callar.
Me recuerdo sentada en el bordillo
de los serigrafiados arriates del
jardín, con la cabeza apoyada en las rodillas, oyendo el cacareo de las
gallinas, voces en los patios de alrededor, arrullo de palomos y de vez en cuando, el rezongar de
la cocinera que entraba y salía al jardín. Por mi cabeza un mundo, una vida que
se me alzaba como potente fantasma, como negro camino por dónde mis pasos tendrían que transitar a ninguna parte. Y me veía en un túnel sin
salida, y me veía tirada en una gran plaza y alguien que me exigía caminar, y
en mi imaginación un futuro un tren parado en la estación de nadie.
Pero he caminado, sí, notando en
cada paso el vacío, la nada, el pánico
bajo mis pies
Hoy, una vez más, y ya más por
tantos seres humanos que viven encerrados,
que se suicidad, etc. que por mí, reivindico atención a todos los
niveles para esta fobia que se suele considerar tonterías de la mente.
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