Amigos, muy próximo el Día del Libro, he
pensado transcribiros la biografía de mi
paso por la entonces aldea de Fuente Carreteros
y hoy precioso pueblo con el que
me reencontré el año 2014 en una privilegiada invitación. Dediquemos unos
minutos a leer que, como dice San Agustín, cuando rezamos hablamos con Dios y cuando leemos, Dios habla con nosotros.
Y empiezo por contar mis antecedentes, ya
que, hay cosas que de otra manera no se podrían comprender:
¡Pobre gaviota! Ante la inmensidad del mar, siente miedo a su soledad.
No ve camino para izar vuelos
Era un 15 de julio de hace ya muchos,
muchos años. Amanecía. No había dormido en toda la noche. Eran ya semanas de
insomnio. Mi almohada, empapada en lágrimas, quedaba allí, en aquella
habitación perdida en una gran galería, escenario de mi vida religiosa durante
años. Y allí quedaban pesadillas, noches, muchas, de temores, de angustias, de
recuerdos… La superiora de aquella institución, cuyo nombre omito, con una
forzada y austera sonrisa, exclamó desde la puerta: ¡Es tarde; date prisa!
Una vieja y pesada maleta de madera con
cuatro trapos de nada, que era todo mi equipaje, a punto desde la noche
anterior, era como un acuciante reclamo al que me resistía. Alguien, desde el
umbral de su dormitorio, exclamó: ¡Dios
te guiará! También el resto de compañeras, sobrecogidas, desde que se
conoció la noticia de mi salida, me decían adiós sin palabras. Me detuve unos
instantes en aquel gran jol de suelos acristalados, donde la imagen pequeñita
de la Virgen Milagrosa, con los brazos extendidos, era siempre como mi refugio
de paz en medio de las más grandes turbulencias. El gran reloj de la capilla
daba la hora: las siete de la mañana.
La superiora me precedía sin cesar de
repetir: ¡es tarde!, y yo, casi una
niña, sin poder con la maleta y mucho menos con cada paso que daba alejándome
de aquella vida que amaba más que a la mía propia, trataba de acelerar pero mi
despedida se extendía a cada rincón, a cada momento de mi historia vivida en
aquel lugar que iba regando con lágrimas. Una instantánea parada en la puerta
de la capilla y unas oración, la última de aquella mujer que, sin duda, creía
cumplir con un deber: A Vos la confío,
Señor.
No hubo tiempo de espera en la estación. Mi
tren entraba ceremonioso nada más llegar: ¡No
me deje, por favor, no me deje! –le repetía abrazada a su cuello y en
llanto que me cegaba los sentidos-. ¿Qué
voy a hacer ahora? ¿A dónde voy? ¡No me deje! Vas a tu casa, pero ya sabes, ni
un apalabra; tu padre sigue delicado. Es voluntad de Dios y Dios escribe derecho
con renglones torcidos –fue su contestación, despegando, más bien
bruscamente, mis brazos de su cuello. Subimos al tren. Literalmente, yo no veía
presa de una congoja que me había bloqueado por completo. Pero me encontré
sentada en un vulgar departamento y junto a una ventanilla en la cual reposaba
la cabeza. Unas palabras me llegaron como todo un gesto compasivo: ¿son ustedes la pareja de guardia? Por
favor, esta joven no se encuentra muy bien. Va a Villa del Río. Cuiden de que
se baje allí. No se preocupe, señora; nos hacemos cargo. Unos instante más,
y los primeros traqueteos del tren, me devolvieron a la realidad. Levanté la
vista en busca de aquella tan querida para mí mujer, pero había desaparecido.
Solo dos guardias civiles, frente a frente me observaban con curiosidad y
silencio.
¿Qué haría? ¿Dónde iría? ¿Cuál sería mi
siguiente destino? No conocía el mundo, no sabía dirigirme por mí sola: había
perdido, si alguna vez lo tuve, el hábito de pensar, de conducirme.. Era como
un naufrago arrojado a un inmenso mar sin más salvavidas que unas palabras:
Voluntad de Dios.
Y a ese Dios, que escribía derecho con
renglones torcidos, le pedí que me llevara con Él. No, no quería, no sabía, no
podía vivir. Mi futuro un túnel negro, muy negro, sin más salida, que yo viera,
que la muerte
El tren en marcha, y yo con billete a
ninguna parte.
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