Leyendo descubrimos nuestro mundo, nuestra historia y a
nosotros mismos. Daniel J. Boorstin
Seguimos amigos, con la lectura de mis recuerdos en la aldea de Fuente Carreteros.
Tardes de paseo con pequeños y mayores
Aquella
quincena primera de septiembre la pasé mal. Por todos los medios intentaba
acomodarme, pero no me resultaba fácil puesto que las condiciones de vida, las
necesidades básicas como servicio, aseo, comidas, etc. quedaban reducidas a un
mínimo.
Los días me
resultaban más llevaderos pero las noches… ¡qué miedo pasaba cada vez que tenía
que ir al servicio, situado en el último patio y en un gran corral. Una
noche, a solas, y escondida en un rincón, lloraba en la iglesia. ¿qué haces aquí y por qué lloras? –me
preguntó alguien con suma amabilidad-. La presencia de aquella persona, para mí
desconocida, me sorprendió, al tiempo que su aspecto y sobre todo su evidente
profesión me inspiró confianza. Si
quieres -me dijo-, me lo puedes contar, pero mejor salimos y damos un paseo en
mi coche que lo tengo ahí, en la puerta. Dada mi ingenuidad, que no podía
ser más, unida a la congoja que me ahogaba, no puse la menor resistencia, por
lo que me encontré subida y en marcha con aquel desconocido. ¿Dónde vamos? –pregunté-. No te preocupes. Solo vamos a alejarnos un
poco de la gente para estar más tranquilos. Y así fue. Muy cerca del lugar
llamado Manantiales se detuvo. Le conté cómo deseaba volver a mi vida religiosa
y cómo mis padres, de buena posición, ignoraban mi estado. ¡Pobre palomita presa a car en manos de algún gavilán! ¡Qué niña eres!
–exclamó-. Seguro que no conoces a
los hombres y seguro que ignoras todo sobre sexualidad. No contesté pero algo
me hizo sentirme inquieta, algo que él debió percibir porque, echándome un
brazo por encima exclamo: ¡tranquila,
mujer, tranquila! No obstante, voy a
explicarte algo para que vayas aprendiendo. Y, sin decir más, con evidente
temblor y sudor que le caía por la frente, se me echó encima.
Sinceramente
no sé explicar qué sentí, pero fue tal el horror que, de un fuerte empujón,
pude escapar y correr por aquellos campos, medio ahogándome de miedo, creyendo
que me alcanzaría con el coche, y de horror por algo que no conocía pero que
intuía iba mucho más allá de una mera explicación.
Directamente,
me dirigí a la casita de don José, aquel cura santo de verdad. En aquella
habitación, prosaico despacho, me acogió con tal cariño y comprensión que nunca
podré olvidar. Si quieres –me dijo-,
ahora mismo hacemos una denuncia; yo me encargo de ello, pero, al no haberte
visto nadie, siempre podrá decir que te asustaste, que todo es falso, etc.
Mejor que no se entere nadie; seguro que no lo vas a ver más.
Y así fue,
pero ¡qué noches de delirios y miedos! Hasta llegar la luz del día, me mantenía
despierta como si pudiera aparecer y tuviera que estar alerta. Don José, con
máxima discreción, me ayudaba, me acompañaba… Y mi escuela, mis alumnas y
aquella buena gente me esperaba cada tarde, acompañaba y eran largos y
deliciosos los paseos por aquellos campos. Regresábamos, cuando, al caer la
tarde, desde lejos las campanas, la iglesia, la aldea, como dibujo de un bello
cuento infantil, nos reclamaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario