El tren de la vida llegaba y nos separaría, ¿para siempre?
(Último párrafo del capítulo IX: Y mis ojos descubrieron a una persona destacada del pueblo, amigo de mi padre, hombre de Misas y Comuniones domingueras.)
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¿Y se
lo has dicho a alguien? No, mi abuela dice que lo que se ve allí en mi casa es
secreto, pero palabrita, te lo juro por mi madre, que me muera si es mentira… Pero
tú eres mi amiga y no lo dirás a nadie,
¿verdad?
¡Claro
que no lo dije a nadie!, pero algo me escocía en el alma, cuando lo veía, algo
que me inquietaba a partir de aquella insólita confidencia. Con
miedo, con reparo por la contestación que me pudiera dar, me atreví a
preguntarle un día. ¿Van muchos hombres del pueblo a tu casa? Casi todos los
que tienen dinero –contestó contundente -, pero tu padre, no. Creo que Lucrecia
intuyó la sombra de temor que se cernió por mi imaginación de niña y se apresuró a despejarme dudas. No
obstante, añadió algo que me estremeció: ¿Te digo otro secreto? Porque tú eres
mi amiga, ¿no? Sí,
yo soy tu amiga… Algunos hombres –dijo bajando la voz como si alguien pudiera
oírla– van vestidos de fantasmas para que nadie los conozca… ¿De fantasmas?
¡Qué miedo! ¿Y tú qué haces? A mí no me dan miedo. Son hombres, y yo lo que
hago es dormir en la mesa hasta que se van y me acuesto con mi madre. Bueno,
ahora me acuesto cuando quiero, pero ya no está mi madre, y tenemos que irnos
porque esa cama es para otra mujer y mi abuela no tiene dinero.
Una noche, un
borracho, que salió de la taberna de Barchino, nos asustó. Se bajó los
pantalones. Yo corrí. Lucrecia le plantó
cara: ¡Tío guarro! ¡Tío asqueroso! –gritó-. Y de un empujón medio lo tiró al
suelo. Él revolviéndose contra ella, y con voz babosa y trapajosa, dijo algo
así como: ¡Yo te conozco, puta, más que puta y conozco a tu abuela y conocía a
la puta de tu madre…
Al oír que hacía
referencia a su madre, se precipitó sobre él. Corrí, entonces a su lado. La cogí de un brazo y medio a rastras exclamé: ¡Déjalo!; está borracho. No le hagas caso… A mi
madre, no le falta nadie, y menos un asqueroso borracho…
Aquella noche mi padre se enteró de lo
sucedido y me costó estar sin salir dos días. Y en en tono amenazador, exclamó: ¡Que no se
repita! ¿Te has enterado bien? La próxima vez atente a las consecuencias. ¡Dónde
se ha visto que mi hija ande metida en líos de borrachos y de…!
Se contuvo para
no decir la palabra putas, pero en el aire quedo, y yo la escuché como lo peor
que se pudiera ser y pronunciar en el mundo.
Desde
la noche aquella del incidente con el borracho, mi padre me controlaba en el
sentido de no permitirme salir sola. Siempre lo hacía acompañada de mi hermano, que lo soportaba a
regañadientes. Así volvió a pasar tiempo sin que pudiera ver a Lucrecia.
No obstante sabía de ella por aquel niño, Luis, el larguirucho, como lo llamaba Lucrecia, por su estatura y delgadez.
He visto a
Lucrecia –me dijo un día- y me ha dado un recado para ti. ¿Un recado? ¿Qué
te ha dicho? Que el jueves se
van a otro pueblo…¿Qué pueblo?
¿Este jueves? ¿Pasado mañana? -preguntaba angustiada por la noticia- Sí, sí, pasado
mañana. En el carretilla de la tarde, y no sé a qué pueblo pero es lejos, y
allí vive un hermano de su abuela, y se van el jueves.
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