Y allí, en nuestra casa
del pueblo, nada: un rosal de rosas blancas, un cuadro de la Virgen Milagrosa
por el suelo, cuatro sillas, montones de polvo y mohos en los tejados, suciedad
y abandono. Mi madre llorando repite: Se lo han llevado todo. Mi padre, aunándonos
en un abrazo, contesta: pero estamos vivos.
Calles solitarias, tejados
crecidos de jaramagos, gente que deambulaba asustada, carreras a las esquinas
al toque de trompeta que convocaba al canto del “Cara al sol”, pregoneros que,
de vez en cuando irrumpían en el silencio, entronizado en los días, campanas
del Ángelus, campanas de difuntos, de gloria… Campanas para todo y a todas
horas, madrugadores aceituneros, camino del tajo, braseros de picón, y burros
cargados de sacos de aceituna que incesante trasiego y palabrotas de los
arrieros desfilaban por las calles en los inviernos, y eras, montones de paja,
trillos, largas sentadas en las puertas, mirando al cielo enrojecido por la
quema de rastrojos, cines en carteleras y competición de precios y poco más, en
los veranos.
¡Qué pena siento al
recordar a mis padres! ¡cuánto debieron sufrir! Mi padre, constantemente nos
repetía: vosotros, si alguien os pregunta algo, no sabéis nada de nada. Mi
madre, enferma siempre, rezaba y traía hijos al mundo por amor de verdad y por
católica -decía ella
En esta foto, los cuatro
hermanos que con tan pocos años, vivimos aquella de guerra y posguerra. Por orden de edades, Blanca, yo, Rafael y Benito. Después nacieron tres más, y en
medio de unos y otros algún aborto y entre Blanca y yo, un hermano que murió
ahogado con seis meses.
¡Qué guapos mis hermanos!
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