Debe ser verdad que la
personalidad individual está condicionada por la cultura de los pueblos, que
transfieren a sus gentes, una cierta contextura física y sicológica. También
debe ser cierto que los relatos tenebrosos constituyen una riqueza de estímulos
necesarios para romper la rutina de la vida vulgar de cada día. Ahora lo comprendo así, y me parece hasta lógico en aquellos años en los
que la rutina se comía los días de la gente, pero cuando niña... Bueno, cuando
niña, no era yo sola; todos los niños del pueblo teníamos miedo; dormíamos con
la cabeza tapada, éramos incapaces de entrar a una habitación con la luz
apagada...
Montones de apasionantes historias
sobre aparecidos, fantasmas, demonios y brujas, corren de boca en boca. Mi
madre trata de contener a Matilde, altavoz de noticias, cuando vuelve cada
mañana del Mercado. No grites así; los
niños pueden oírte. ¡Bueno!
–exclama sin el menor reparo-. ¡Como que
piensa usted que no van a enterarse en cuanto salgan a la calle! ¡Si lo sabe
todo el mundo! Y era verdad. Aún no se había olvidado un suceso, cuando otro, más negro
y macabro, aparecía.
Se diría que el pueblo necesitaba mantenerse como en un divertido y
continuo trance, que, si bien atrofiaba las inteligencias, estimulaba, poniendo
al rojo, la fantasía. ¡Noches de verano de mi infancia! Llega el calor; la casa se transforma.
El comedor pasa a ser el dormitorio de mis padres. Otra habitación cercana a
ellos, la de mis hermanos más pequeños.
Blanca y yo quedamos solas arriba, junto al cuarto de los baúles, en una
habitación con el suelo lleno de cenefas, y el techo como de madera repujada;
un arco en medio, dos columnas y un balcón al jardín. Mi hermana cierra la
puerta con llave y arrastra hasta ella, una antigua peinadora con piedra de
mármol. Después, mira debajo de las camas, abre y cierra los cajones de la
cómoda, busca en el armario... Finalmente, se lía la cabeza con las sábanas y
se queda dormida como una momia.
Yo por el contrario, estoy siempre desvelada y expectante. Como si la
noche aumentara el misterio de aquellos espeluznantes relatos que, en mi
exaltada imaginación, parecían revivir. ¡Qué miedo me da la noche! En el
filo de la cama y con la almohada abrazada, me quedo inmóvil. Paree que el más
leve movimiento va a delatarme a ese
mundo horrible de fuerzas invisibles que pesa sobre mí, en el aire bochornoso
de aquellas largas noches de verano.
En el jardín oscuro, jadea el aire que hace crujir las hojas secas de los
árboles. Por encima de los tejados, el humo rojo de los rastrojos dibuja formas
grotescas y fantasmagóricas. Los perros en las eras ladran y los ojos
centelleantes de algún gato, se cruzan de vez en cuando, en la oscuridad.
Otras veces, con el color de la luna, el jardín parece estar despierto.
Imagino una danza de espíritus, que, obedientes a leyes mágicas y encantadas,
aparecen y desaparecen del redondel enlosado de jardín. Alguien contó alguna
vez, que en aquel jardín se enterraban muertos durante la guerra. Y aunque papá
desmintió las alarmantes suposiciones,
en la cabeza de todos, o al menos en la mía, los muertos siguen allí, haciendo
visajes, llenos de sombras que se alargan se encogen, que entran y salen de mi
habitación. Casi todos los días, me quedo dormida de madrugada. Cuando el gallo
grande, el que duerme en las ramas del naranjo chino, despereza las alas y
suelta un largo y perezoso quiquiriquí... Siempre me ha gustado escuchar los
gallos. Parece que con ellos despierta la vida.
Pasé tanto miedo de niña, que durante muchos años, he sentido su rastro
vivo dentro de mi alma. Y aún de casada esas fuerzas mágicas, alguna que
otra noche, me poseían y lo único correr sin mirar para
atrás, y meterme en la cama debajo de mi marido.
Pero las cincunstancias nos obligan a hacer frente a todo y hace muchos años, desde que falleció mi compañero, que no tengo miedo a nada.
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