Como algo fantasmagórico, el final. Aquella noche mi madre no
sé cómo intuyó el final. Recuerdo la
habitación pequeña, como una alacena empotrada en el dormitorio de mamá, y la cama
grande en la que Blanca Rafael y yo, más
que apretujados, dormimos. Una lámpara de hierro, un volante
rizado que le cuelga, una luz roja que colorea las paredes... Mi madre, en un
solivianto, con Benito entre sus brazos, nos despierta. Histérica de alegría
repite: ¡Papá va a venir ¡La guerra
ha terminado!
A
los pocos días, bandera blanca, tropas en formación por las calles, mi madre
que, a media voz, canturrea: Cantemos al Amor de los amores…
La gente, en bandadas,
se desplazaban a la puerta de no sé dónde a ver por ojos propios la cantada
bandera blanca. También mi madre se
dirige sola, por si acaso, a aquel lugar de supuesta paz y alegría.
No hay plato –dijo
Blanca, abriendo la puerta a un supuesto soldado desconocido-. Y no era tal,
sino nuestro tío Benito, hermano de mi padre,
hasta entonces ignorado para nosotros, que, con lágrimas en los ojos, y
su flamante uniforme de falangista nos abrazó repitiendo: ¡qué pena, qué
pena! ¡Soy vuestro tío Benito! Nos vamos
de aquí. Vengo por vosotros. Es que mi padre no está y hasta que no venga… -dije yo asustada
pero decidida-. No temas, mi pequeña –me interrumpió cogiéndome en
brazos y con lágrimas en los ojos-. Soy vuestro tío Benito y os llevaré, muy
pronto, a todos a vuestra casa.
Mi madre, un hilo de
persona, solo lloraba y con voz entrecortada repetía: ¡gracias a Dios,
gracias a Dios! ¡Vuelve papá! ¡Nos
vamos a nuestro pueblo, a nuestra casa!
Mi padre vuelve con
un saco vacío a cuestas: escuálido, sucio, enfermo... Por aquel paseo largo,
desfile de tropas en formación, aparece solo.
Mis hermanos y yo lo intuimos más que lo vemos y corremos a su
encuentro. En un abrazo nos aúpa. Son, lo recuerdo bien, mis precoces
emociones. Después, el retorno a otro pueblo, a otra casa, a nuestro pueblo, a
nuestra casa.
Como despedida, en la puerta de la casa, dos
vecinas, Milagros y la hija, las más cercanas en aquellos años a nosotros,
aunque sin apenas mediar palabras. A
Milagros la recuerdo rubia, bajita con permanente de caracolillos y gafas. A su
hija, recatada y silenciosa como yo,
abrazada siempre a una muñeca, mirándome con gesto ausente. El
grandullón de Andrés, desde un balcón, nos mira en silencio, levanta una mano
en señal de despedida, si bien, los ríos de sangre no se apeaban de su mirada
ni de su corazón,. V creo que vivió esperándolos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario