Sigo un
poco más con peripecias que relato en mi blofearía de aquellos años de
destierro en Valdepeñas. Como os conté mi madre, sin cesar en sus rezos,
decía que vivíamos gracias a milagros, y en parte, creo que algo parecido nos sucedía.
Resulta que
a cuenta de una gran “pupada” que sufrimos mis hermanos y yo, nos llevó mi madre a visitar al médico más próximo. Alto,
calvo, de rasgos exóticos y pocas
palabras. Nos reconoció de arriba abajo, descubriendo, ¡claro!, unas medallitas
de la Virgen Milagrosa –Virgen de familia- que pendían de nuestros respectivos
cuellos y que mi madre olvidó quitarnos para la susodicha visita. ¡Ni palabra
pronunció! ¡Qué sufrimiento el de mi madre, al caer en la cuenta! Ya en la casa
espera que de un momento a otro lleguen por nosotros los de la sangre corriendo
a ríos por las calles y, ¡sabe Dios! Demacrada, pálida, solo ojos, balbucea
temblando unas palabras: Blanquita, si me
sucede algo, cuida de tus hermanos.
Llaman a la puerta. Silencio absoluto,
primero, arrinconados en lo más hondo de aquella habitación dormitorio,
abrazados por mi madre y tremendo pánico que se evidencia en la cara de todos
que no entendemos pero presentimos algo terrible. Las llamadas se repiten como
si gritaran: ¡O abrís o tiramos la
puerta! Debajo de una cama, mi madre nos esconde y afronta la puerta. Se
oye la voz de una mujer que dice: de parte del doctor, esto para usted y para
los niños y que, si no se mejoran, vaya cuando quiera por allí. Mi madre, con una gran cesta de alimentos, como si acabara
de nacer, a un tiempo da gracias a Dios y repite: ¡Venid, hijos, venid, milagro, milagro!
Tenía yo muy pocos años pero aquella escena, como otras, al
día de hoy, siguen vivas en mi memoria, y mi madre y mi padre, en la mesa
estufa, sentados todos, sin televisión, sin radio, sin móviles nos extasíanos oyéndoselas contar aquells noches frías, muy frías de los
inviernos de mi pueblo.
Y ya que estoy con los milagros, lo que sucedió a mi padre
sí que fue también milagroso:
¡Pues, eso, que se encontró, nada más y nada menos que una
cartera con miles de pesetas! Y la entregó, sí, porque,
como banquero de profesión, y de
vocación, el dinero era para él sagrado.
La
admiración de los militares de alto rango, más la recompensa, un vale para tres
chuscos semanales, azúcar, arroz, galletas y algo más. Mi madre, cada semana,
al recibir el paquete, exclamaba: Papá
nos lo manda todo. Ni tan siquiera una miaja se ha quedado. ¡Pobre! Con lo
débil que está…
Y sí que
lo estaba. Gran parte del tiempo en
aquellos años los pasó en un hospital militar.
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