Había dejado de llover. Por el camino olía a manzanilla y a tierra mojada.
Los zapatos del niño pobre chorreaban al pisar las hierbas llenas de gotitas que parecían colgadas de sus débiles tallos.
Por el cielo, nubarrones y claros de un azul celeste brillante.
La escuela se veía a lo lejos, blanca, como un copo de nieve, coronando aquel montón de tejados marrones que era la aldea.
Un hombre, a lomos de un gracioso borriquillo, se cruzó co él :
- ¡Aligera el paso, muchacho, que va a llover otra vez! - exclamó, sacudiendo sus pies que transmitieron al borrico un repentino y alegre trotecillo.
Las nubes corrían por encima de su cabeza. Repentinamente oscureció. El sol, como en divertidas volteretas, aparecía y desaparecía en fogonazos que teñían el camino de tonalidades violetas y anaranjadas.
Detrás de la aldea, las montañas clareaban en un limpio celeste.
Saltando pequeños charcos de barro, con un morral por cartera a cuestas y arrebujado en un tieso e indigente impermeable caminaba, con prisa ya, la cuesta arriba.
De pronto se quedó eclipsado. De una montaña a otra, se extendía majestuoso, brillante, rojo, verde, anaranjado, violeta... el arco iris.
¡Qué hermoso era! Parecía como si la mano invisible del ángel de la luz lo hubiese dibujado sobre el horizonte.
En la escuela lo castigaron por llegar tarde. Pero dentro de él canturreaba una voz: la de su madre:
¡Cuando llueve y hace sol
sale el arco del Señor... !
¡Cuando llueve y hace frío
sale el arco del judío!
Sí, ahora sé que el arco del Señor es el camino. ¿Por qué a veces pierdo de vista su deslumbrantes esplendor?
Tal vez sea que me quedo ciega o, tal vez, que atroche por alguna incierta vereda... ¡Pena, en cualquier caso!
Pero no me perderé jamás un sólo arco iris. Sería como quedarme irremediablemente sin vista, sin el más bello pálpito de la vida.
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