Me resulta
difícil expresar cuánto quería a mi madre. El miedo a perderla, aunque sólo
fuera por unos días, me torturaba. Recuerdo que tristes eran para mí los fechas
que precedían su ida a marmolejo a tomar las aguas. Preparaba las maletas con tiempo, y yo deambulaba por
la casa inquieta, conteniendo con rabia lágrimas que nublaban mis ojos cada
vez que me parecía presentir que le agradaban aquellos viajes y que se
recreaba preparando la maleta roja que pasaba
días y días abierta sobre la descalzadora de su dormitorio.
Allí, en el
cuarto de los baúles, donde las golondrinas cada año regresaban a sus nidos,
recostada en un viejo sofá de la abuela, me quedé paralizada, escuchando el
claxon del coche que se alejaba, con las manos engarrotadas y apretando contra
mi pecho las llaves que mi madre me había confiado, como si nada a mi alrededor
fuera real, como si todavía fuera
presente el instante de su beso que seguía
fresco en mis mejillas.
En el patio cubierto
paloteo del servicio en tono desacostumbrado y
que se simultaneaba con escandalosas carcajadas. Me entristecía este
desorden, esta confianza como de quién no teme ser escuchado, como de quién se
queda a sus anchas y total libertad.
Anita, la costurera, con voz de triple,
comenta: Isabel está arriba, como siempre
encerrada en el cuarto de los baúles o en el palomar. ¡Es tan rara que ni ha
bajado a despedir a su madre! Ésa no se entera de nada, y si se entera, ya va
siendo hora de que espabile.
Un fuerte nudo
aprieta mi garganta. De mis ojos comienzan a caer lágrimas que corren por mis
mejillas y entran en mi boca. Estática me las voy tragando como si su sabor
salado consolara la ponzoña de mi alma.
En mi corazón abatido por tanta soledad y abandono, brota como un fuerte
latido, un suspiro que se escapa de mis labios en suave balbuceo: ¡Mamá!
Anocchece. Las golondrinas dejan de piar. Tengo la sensación de que estoy
sola en la casa, y aquel silencio, que no sé desde cuando dura, me lleva a
regresar como de un desmayo. Todo vuelve a ser real. Allí, arrinconado, el
collar de hormigas de Terete, la amiga
de Blanca. ¡Qué poco me gusta aquella niña que ata latas a las colas de los
gatos y ensarta hormigas en un hilo!
Guillermo, el músico vecino, toca el piano.
En el comedor
permanece todavía la taza de manzanilla de mamá y restos de galletas en un
pequeño plato, y la silla arrimada a la
mesa… Huele a su perfume, pero ella no está y me siento tan perdida que me
invade, de nuevo, un torrente de lágrimas. Con un ganchillo del pelo marco la
silla, aquella donde ella estuvo sentada, y que será la mía hasta que regrese
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