Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

14 feb 2017

Sigo con mi biografía

Me resulta difícil expresar cuánto quería a mi madre. El miedo a perderla, aunque sólo fuera por unos días, me torturaba. Recuerdo que tristes eran para mí los fechas que precedían su ida a marmolejo a tomar las aguas. Preparaba  las maletas con tiempo, y yo deambulaba por la casa inquieta, conteniendo con rabia lágrimas que nublaban mis ojos cada vez  que me parecía presentir que  le agradaban aquellos viajes y que se recreaba  preparando la maleta roja que pasaba días y días abierta sobre la descalzadora de su dormitorio.
Allí, en el cuarto de los baúles, donde las golondrinas cada año regresaban a sus nidos, recostada en un viejo sofá de la abuela, me quedé paralizada, escuchando el claxon del coche que se alejaba, con las manos engarrotadas y apretando contra mi pecho las llaves que mi madre me había confiado, como si nada a mi alrededor fuera real, como si todavía  fuera presente el instante  de su beso que seguía fresco en mis mejillas.
En el patio cubierto paloteo del servicio en tono desacostumbrado y  que se simultaneaba con escandalosas carcajadas. Me entristecía este desorden, esta confianza como de quién no teme ser escuchado, como de quién se queda a sus anchas y total libertad. 
 Anita, la costurera, con voz de triple, comenta: Isabel está arriba, como siempre encerrada en el cuarto de los baúles o en el palomar. ¡Es tan rara que ni ha bajado a despedir a su madre! Ésa no se entera de nada, y si se entera, ya va siendo hora de que espabile.
Un fuerte nudo aprieta mi garganta. De mis ojos comienzan a caer lágrimas que corren por mis mejillas y entran en mi boca. Estática me las voy tragando como si su sabor salado  consolara la ponzoña de mi alma. En mi corazón abatido por tanta soledad y abandono, brota como un fuerte latido, un suspiro que se escapa de mis labios en suave balbuceo: ¡Mamá! 
Anocchece. Las golondrinas dejan de piar. Tengo la sensación de que estoy sola en la casa, y aquel silencio, que no sé desde cuando dura, me lleva a regresar como de un desmayo. Todo vuelve a ser real. Allí, arrinconado, el collar de hormigas  de Terete, la amiga de Blanca. ¡Qué poco me gusta aquella niña que ata latas a las colas de los gatos y ensarta hormigas en un hilo!  Guillermo, el músico vecino, toca el piano.  

En el comedor permanece todavía la taza de manzanilla de mamá y restos de galletas en un pequeño plato,  y la silla arrimada a la mesa… Huele a su perfume, pero ella no está y me siento tan perdida que me invade, de nuevo, un torrente de lágrimas. Con un ganchillo del pelo marco la silla, aquella donde ella estuvo sentada, y que será la mía hasta que regrese

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