(Último párrafo del Capítulo XII: Mi madre me
repetía: Es por tu bien, hija. Pronto iremos a verte y pronto llegan
otra vez las vacaciones. Algún día te alegrarás. Lucrecia era mi gran
obsesión, y creo que a pesar de tantos años, lo sigue siendo… ¿Y por qué?)
Como irisado puente, de orilla a orilla,
el destino volvería a unirnos.
Pasaba el tiempo y, poco a poco, mi recuerdo y preocupación por Lucrecia se me iban desvaneciendo. Por otra parte la decisión de mi padre
de que estudiara farmacia y la mía propia se hacía realidad, tras el bachiller
aprobado con excelentes notas.
Un día de los pocos que pasaba en el pueblo, hecho ya un hombre que apenas si lo reconocí, se me acercó el larguirucho
vestido de soldado:
-¡Vaya! ¡Cuánto tiempo! Ya no quieres nada con la
gente del pueblo…
-No digas eso –interrumpí- ¡Claro que quiero! Pero tengo
mucho que estudiar y me paso los días en en ello. ¿Y tú? Ya veo que estás
desconocido.
-¿Desconocido? Eso será por el uniforme éste que tiene
guasa. Por lo pronto iré a trabajar con mi padre en los albañiles;
después… ¡Dios dirá! Pero, ¡tengo una noticia que darte!
-¿Qué noticia? –pregunté sin que me pasara nada por la
cabeza.
-Ha estado aquí Lucrecia…
-¿Qué me dices? – pregunté con gran sorpresa y hasta
solivianto- ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿La has visto? ¿Has hablado con ella?
-¡Para, para, chiquilla! Ya veo que no la has
olvidado; ella a ti tampoco. Te buscó, me buscó…
-¿Y qué te dijo? ¿Y para qué vino? –volví a preguntar con
evidente nerviosismo.
-Vino porque tenía que arreglar no sé qué papeles.
No recuerdo muy bien, pero algo como que necesitaba una partida de nacimiento…
No sé; algo que ver con la iglesia. Me dijo que su abuela estaba muy
enferma, y que ella tenía que cuidar a su tío abuelo y a su abuela, pero que a
lo mejor se casaba con un hombre que tenía dinero. Y me dijo que tenía mucha
gana de verte pero que no te contara nada…
-¿Y te dijo dónde vivía? Y, ¿cómo es eso de que se
va a casar?
-Me dio un papel con su dirección; ya te lo daré. Me lo
dio porque le dije que ibas a ir a verla… Sí, sí, dijo que se iba a casar con
un hombre que le llevaba muchos años pero que tenía dinero, y que era mejor que no fueras...
-¿Y cómo está?
-Pues… –titubeó- No sabría cómo decirte. Yo la vi rara,
pero, ¡claro como ha pasado tanto tiempo! Tiene el pelo muy corto, rizado
y pintado de rojo, y venía con muchos potingues en la cara; ¡un poco rara! Y ha
engordado que no parece ella; está bien alimentada.
Aquella noticia fue tan explosiva que mi propósito más
rotundo se centró en ir a verla en cuanto pudiera, aunque lo contado por el
larguirucho me desconcertaba hasta el extremo de imaginar que entre Lucrecia y
yo se había producido tal distanciamiento que éramos, posiblemente, dos
desconocidas.
Y no sé si me alegré o no de haber vuelto a
tener noticias suyas porque, sin poderlo evitar, regurgitaban en mí recuerdos
que me perturbaban. ¿Vamos, Lucrecia, a casa de mi tía Lourdes? ¿Y a
qué vamos a ir allí? ¿Y si sabe quién soy? ¿Y si nos ve alguien? ¡Corre,
Lucrecia, corre!; se ha oído un ruido.¡ No se lo digas a nadie; otro día
volvemos. Sí, mi abuela dice que las plantas son como las personas, y si no se
riegan…
Mis deseos y al mismo tiempo inquietud por ver a Lucrecia
lo iba aplazando por motivos que no eran de gran peso pero me justificaban una
y otra vez, más que nada por el tema del estudio y por una extraña pereza a reanudar mi amistad con ella. Cuando llegue el verano –me
repetía- Y cuando llegaba, encontraba mil razones para nueva prórroga. No
obstante, de vez en cuando, su recuerdo me impulsaba a una especie de temida responsabilidad hacia ella que me acallaba con razones que consideraba de
peso: Ya sabe lo que hace; ya no es una niña… Sí, iré, algún día iré.
Algo
terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia... Era el mes de marzo. Pegada a los libros
terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por aprobar aquel curso,
último de mi carrera. Una llamada súbita de teléfono urgía mi presencia en el
pueblo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario