(Último párrafo del capítulo
XIII: Algo
terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia... Era el mes de marzo.
Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por
aprobar aquel curso, último de mi carrera. Una llamada súbita de teléfono
urgía mi presencia en el pueblo...)
Y sí, lo peor había
sucedido: mi madre había muerto. Un día que jamás olvidaré. Era once de marzo, un día en el que la primavera ya verdeaba por los campos y
los pájaros emigrantes cruzaban cielos y aleteaban en torres y campanarios, un día en el que, por primera vez en
mi vida, sentí rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera caminando
por calles y plazas, de que la vida continuara.
No obstante, transcurridos unos días, mi padre, con gran serenidad nos
dijo a Carlos y a mí:: Debéis seguir vuestros estudios; es lo que más
hubiera deseado vuestra madre, y por mi no tenéis que preocuparos. Sabéis de sobra que cuento con Juana para todo. Esto ha sido demasiado
fuerte para todos –nos decía- pero debéis regresar cuanto antes cada
uno a vuestras obligaciones. Carlos lleva poco tiempo en el trabajo y no le
conviene abusar, y tú debes terminar este año. Falta poco para el final de curso.
Me
disponía a emprender el viaje de regreso
al Colegio Mayor, cuando, la tarde anterior, Juana me anunció visita: Una
mujer pregunta por ti. ¿Le digo que no puedes salir? Tiene mal aspecto. ¿Quién
es? No la conozco. No sé quién es; no debe ser del pueblo.
-Sí, dile que no puedo recibirla y que le
agradezco su visita.
Juana
regresó en un instante, echándose las manos a la cabeza y exclamando: ¡Santo Dios! Si no lo veo, no lo creo.
Dice que es Lucrecia, la niña aquella de la Calle del Río… ¡Vaya pinta que
tiene!
Sinceramente
no me encontraba con ánimo de recibir a nadie pero creo que menos aún a
Lucrecia. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, y por mi enervada
cabeza la imagen de aquella amiga de la
infancia se desdibujaba y tan sólo me aparecía una mujer extraña que en
aquellos momentos me resultaba enojosa. Juana, tal vez adivinando mis
pensamientos y por salir al paso de aquella situación, exclamó: ¿Le digo que
no te encuentras bien? ¿Que no estás...? ¡No, no! -reaccioné rápidamente-. Ya que está
aquí, pásala al recibidor; ahora voy
Era lógico
que Juana no la hubiera reconocido. Lucrecia se había convertido en una mujer
de mal aspecto: Excesivamente gruesa, tal y cómo me la había descrito el
larguirucho, pintarrajeada, de cabellos teñidos de un intenso rojo, con unas
grandes gafas de sol y vestida de forma tan estrafalaria que a mí misma me
hubiera costado identificarla. Sentada en la salita, con las piernas cruzadas y
una falda tan estrecha y corta que le asomaba una burda faja, me esperaba. Como
todo equipaje, una bolsa de plástico con un pequeño envoltorio. Titubeé unos
instantes, al tiempo que dije con bastante dosis de apatía y como mero
cumplido: Hola, Lucrecia. Ella, puesta de pie, y quitándose las gafas de
sol que dejaban al descubierto sus saltones ojos azules, ribeteados por un casi
insultante toque de pintura verde, me cogió las manos con gran vehemencia y con
voz ronca, dijo: Lo siento, lo siento
mucho. El larguirucho me puso un
telegrama y cogí el primer tren…
Mi
desconcierto era tal que no encontraba camino, y unas torpes palabras fueron
las primeras que salieron de mis labios, sentada frente a ella. No tenías
que haberte molestado… ¿Molestado? Nunca olvidaré cuando murió mi madre cómo
estuviste conmigo… Y sin mediar
más palabras, rompió a llorar de forma convulsiva, al tiempo que me apretaba
las manos entre las suyas en las que era fácil adivinar callosidades y durezas.
Con torpeza, debido a su conmoción, extrajo el envoltorio de aquella prosaica
bolsa: Mira, todavía la guardo y cada noche escucho el mar. No sé si se oye,
pero te oigo a ti…
Algo
inesperado se me derrumbó de repente al comprobar cómo Lucrecia conservaba
aquella caracola que le regalé un día en
años de nuestra infancia. Sí, fue un
gesto de generosidad, un ingenuo obsequio al regreso de unas vacaciones en la
playa. Se oye el mar –le dije-. Y como tú no lo has visto nunca, te
la he traído para que, al menos lo oigas. Y colocándosela en el oído,
exclamó en risotadas: ¡Pero si aquí no se oye nada! ¡Llevamos tanto
tiempo sin vernos…! –fue lo primero que se me ocurrió- No llores y cuéntame
cómo te ha ido, como estás, como está tu abuela….
Pero sus
sollozos se agudizaron, provocándome una insólita ternura. Con un entrecortado
balbuceó repitió: Mi abuela murió hace tiempo; murió… No lo sabía; lo siento.
Los estudios me tienen alejada de todo… ¡Murió,
murió…! –seguía repitiendo, y esta vez en una especie de ausencia y desencanto absoluto.
Casi de forma robótica me levanté y senté junto a
ella que permanecía con la caracola entre las manos. ¿Por
qué lloras? ¿Te pasa algo? ¡No, no te
preocupes! -exclamó, sacándose del bolsillo un pañuelo amarillo despintado y
limpiándose los ojos que chorreaban pintura- Estoy bien, Me acuerdo de mi abuela; eso es todo. ¿Cómo
estás tú? Yo sé cómo te puedes sentir. Tu madre siempre fue una señora muy
buena… También yo,
al referirse a mi madre, noté una gran
opresión en la garganta que me impedía seguir hablando, y algo me conmovió haciéndome sentir hermanada con Lucrecia, porque instintivamente, le eché un
brazo por encima, propiciando así el fuerte abrazo que ella, sin duda, deseaba y
al que yo me había resistido. Nuestro abrazo fue largo, denso, auténtico baño
de lágrimas sin palabras, y sincero reencuentro de nuestra amistad. Un simple golpecito de algo que caía nos
devolvió, en gestos mutuos de complicidad, al recinto de aquel recibidor
impregnado del perfume barato y pegajoso que proyectaba Lucrecia.
A pesar de
lo rápida que fue Lucrecia para recoger del suelo un pequeño paquete, pude
observar que se trataba de un bocadillo. No pude o no supe disimular mi
extrañeza y pronuncié torpes palabras que Lucrecia mal esquivó: Me dijo Luis
que te ibas a casar con un hombre rico… Ésa es una larga historia sin
importancia; ya sabes como he pensado siempre… ¡Tonterías! Bromas que le doy al
larguirucho.
Al
despedirnos algo muy profundo había
vuelto a resucitar en mí con respecto a
Lucrecia. Y de ahí mi promesa de visitarla en cuanto pudiera: Iré a verte.
Tan pronto como pueda te hago una visita; te la debo. Tal vez este verano… No,
no me debes nada –me interrumpió-. Además, puede que no estemos en el pueblo.
Mi tío abuelo quiere que vayamos a no sé
dónde en los viajes esos de los viejos…
Las palabras
de Lucrecia me alarmaron: Era seguro que no quería que la visitase, y era
seguro que no me había dicho la verdad acerca de su vida.
(Haré los capítulos algo más largos para no dilatarme demasiado en el tiempo)
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