Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

1 may 2014

Capítulo XIV


(Último párrafo del capítulo XIII:  Algo terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia... Era el mes de marzo. Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por aprobar  aquel curso, último de mi carrera. Una llamada súbita de teléfono urgía mi presencia en el pueblo...)


                 Para ti, Lucrecia, estés dónde estés, esta preciosa rosa

Y sí, lo peor había sucedido: mi madre había muerto. Un día que   jamás olvidaré. Era once de marzo, un día en el que la primavera ya verdeaba por los campos y los pájaros emigrantes cruzaban cielos y aleteaban en torres y campanarios, un día en el que, por primera vez en mi vida, sentí rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera caminando por calles y plazas, de que la vida continuara.
 No obstante, transcurridos  unos días, mi padre, con gran serenidad nos dijo a Carlos y a mí:: Debéis seguir vuestros estudios; es lo que más hubiera deseado vuestra madre, y por mi no tenéis que preocuparos. Sabéis de sobra  que cuento con Juana para todo. Esto ha sido demasiado fuerte para todos –nos decía- pero debéis regresar  cuanto antes cada uno a vuestras obligaciones. Carlos lleva poco tiempo en el trabajo y no le conviene abusar, y tú debes terminar este año. Falta poco para el final de curso.   
Me disponía a emprender  el viaje de regreso al Colegio Mayor, cuando, la tarde anterior, Juana me anunció visita: Una mujer pregunta por ti. ¿Le digo que no puedes salir? Tiene mal aspecto. ¿Quién es? No la conozco. No sé quién es; no debe ser del pueblo.
-Sí, dile que no puedo recibirla y que le agradezco su visita.
Juana regresó en un instante, echándose las manos a la cabeza y exclamando: ¡Santo Dios! Si no lo veo, no lo creo. Dice que es Lucrecia, la niña aquella de la Calle del Río… ¡Vaya pinta que tiene!
Sinceramente no me encontraba con ánimo de recibir a nadie pero creo que menos aún a Lucrecia. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, y por mi enervada cabeza  la imagen de aquella amiga de la infancia se desdibujaba y tan sólo me aparecía una mujer extraña que en aquellos momentos me resultaba enojosa. Juana, tal vez adivinando mis pensamientos y por salir al paso de aquella situación, exclamó: ¿Le digo que no te encuentras bien?  ¿Que no estás...?  ¡No, no! -reaccioné rápidamente-. Ya que está aquí, pásala al recibidor;  ahora voy
Era lógico que Juana no la hubiera reconocido. Lucrecia se había convertido en una mujer de mal aspecto: Excesivamente gruesa, tal y cómo me la había descrito el larguirucho, pintarrajeada, de cabellos teñidos de un intenso rojo, con unas grandes gafas de sol y vestida de forma tan estrafalaria que a mí misma me hubiera costado identificarla. Sentada en la salita, con las piernas cruzadas y una falda tan estrecha y corta que le asomaba una burda faja, me esperaba. Como todo equipaje, una bolsa de plástico con un pequeño envoltorio. Titubeé unos instantes, al tiempo que dije con bastante dosis de apatía y como mero cumplido: Hola, Lucrecia. Ella, puesta de pie, y quitándose las gafas de sol que dejaban al descubierto sus saltones ojos azules, ribeteados por un casi insultante toque de pintura verde, me cogió las manos con gran vehemencia y con voz ronca, dijo: Lo siento,  lo siento mucho. El larguirucho me puso un telegrama  y cogí el primer tren…
Mi desconcierto era tal que no encontraba camino, y unas torpes palabras fueron las primeras que salieron de mis labios, sentada frente a ella. No tenías que haberte molestado… ¿Molestado? Nunca olvidaré cuando murió mi madre cómo estuviste conmigo… Y sin mediar más palabras, rompió a llorar de forma convulsiva, al tiempo que me apretaba las manos entre las suyas en las que era fácil adivinar callosidades y durezas. Con torpeza, debido a su conmoción, extrajo el envoltorio de aquella prosaica bolsa: Mira, todavía la guardo y cada noche escucho el mar. No sé si se oye, pero te oigo a ti…
Algo inesperado se me derrumbó de repente al comprobar cómo Lucrecia conservaba aquella caracola  que le regalé un día en años de nuestra  infancia. Sí, fue un gesto de generosidad, un ingenuo obsequio al regreso de unas vacaciones en la playa. Se oye el mar –le dije-. Y como tú no lo has visto nunca, te la he traído para que, al menos lo oigas. Y colocándosela en el oído, exclamó en risotadas: ¡Pero si aquí no se oye nada! ¡Llevamos tanto tiempo sin vernos…! –fue lo primero que se me ocurrió- No llores y cuéntame cómo te ha ido, como estás, como está tu abuela….
Pero sus sollozos se agudizaron, provocándome una insólita ternura. Con un entrecortado balbuceó repitió: Mi abuela murió hace tiempo; murió… No lo sabía; lo siento. Los estudios  me tienen alejada de todo… ¡Murió, murió…! –seguía repitiendo, y esta vez en una especie de ausencia  y desencanto absoluto.
Casi de forma robótica me levanté y senté junto a ella que permanecía con la caracola entre las manos. ¿Por qué lloras? ¿Te pasa algo?  ¡No, no te preocupes! -exclamó, sacándose del bolsillo un pañuelo amarillo despintado y limpiándose los ojos que chorreaban pintura- Estoy bien,  Me acuerdo de mi abuela; eso es todo. ¿Cómo estás tú? Yo sé cómo te puedes sentir. Tu madre siempre fue una señora muy buena… También yo, al  referirse a mi madre, noté una gran opresión en la garganta que me impedía seguir hablando, y algo  me conmovió haciéndome sentir   hermanada con Lucrecia, porque instintivamente, le eché un brazo por encima, propiciando así el fuerte abrazo que ella, sin duda, deseaba y al que yo me había resistido. Nuestro abrazo fue largo, denso, auténtico baño de lágrimas sin palabras, y sincero reencuentro de nuestra amistad.  Un simple golpecito de algo que caía nos devolvió, en gestos mutuos de complicidad, al recinto de aquel recibidor impregnado del perfume barato y pegajoso que proyectaba Lucrecia.
A pesar de lo rápida que fue Lucrecia para recoger del suelo un pequeño paquete, pude observar que se trataba de un bocadillo. No pude o no supe disimular mi extrañeza y pronuncié torpes palabras que Lucrecia mal esquivó: Me dijo Luis que te ibas a casar con un hombre ricoÉsa es una larga historia sin importancia; ya sabes como he pensado siempre… ¡Tonterías! Bromas que le doy al larguirucho.
Al despedirnos algo muy profundo  había vuelto  a resucitar en mí con respecto a Lucrecia. Y de ahí mi promesa de visitarla en cuanto pudiera: Iré a verte. Tan pronto como pueda te hago una visita; te la debo. Tal vez este verano… No, no me debes nada –me interrumpió-. Además, puede que no estemos en el pueblo. Mi tío abuelo quiere que vayamos  a no sé dónde en los viajes esos de los viejos…
Las palabras de Lucrecia me alarmaron: Era seguro que no quería que la visitase, y era seguro que no me había dicho la verdad acerca de su vida. 

(Haré los capítulos algo más largos para no dilatarme demasiado en el tiempo)

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