(FIN DEL CAPÍTULO XVI: Aquella muchacha, Lucrecia, que entre
risotadas y aspavientos llegaba, le parecía a Silverio un allanamiento de
morada, una tremenda profanación… No obstante, algo muy íntimo lo estremeció...)
La
gente del pueblo comentaba, y no le faltaba razón, que una
muchacha tan joven entre tantos viejos y metida en aquel callejón, no podría
soportar por mucho tiempo, pero Lucrecia, animada por su nueva situación,
apenas si era consciente de los rumores que cundían sobre la casa colindante,
la casa de los muertos, y sobre su vecino, el hombre de los muertos.
Un
día la abuela de Lucrecia se dio de bruces con Silverio: Dios lo guarde, vecino! Que si precisa algo, somos la familia de
Florentino. Mi nieta y yo hemos venido a vivir con él.
Está el pobre muy anciano y enfermo. Gracias, señora –contestó escuetamente
Silverio, haciendo un intento de descubrirse el sombrero-. ¡Ya, ya -exclamó!- Oigo a su nieta cantar!; se ve que está contenta y es feliz… No
se crea; lleva pasado lo suyo… Perdió a su madre muy niña… ¡Ya, ya! –repitió Silverio como todo comentario- Tanto gusto señora. Tengo prisa.
Lucrecia,
en aquella casa de dos plantas, vivía feliz: Limpiaba habitaciones, iba a la
compra, hacía comida y lo que más le gustaba era cuidar un patio repleto de
macetas abandonadas. Las regaba, abonaba y, poco a poco, el verde rechinante de
las hojas invadía pequeños arriates. También cuidaba de un perro callejero que
se le coló por la puerta y que, a pesar de la negativa de su abuela, logró
alojarlo en una improvisada casilla que le hizo en el patio y al que puso de
nombre Lucas.
Pero
algo perturbó la ingenua felicidad de Lucrecia, que era ya toda una mujer.
Sucedió en la tienda de Carmela, donde habitualmente compraba. Mujeres en
corrillo cuchicheaban: Cualquier día el
Silverio se nos muere. Dicen que tiene algo malo, y forrado de dinero como
está, ¿a quién le dejará su fortuna? Dicen que no tiene familia.
Fue a partir de aquel momento cuando Lucrecia
comenzó a urdir un plan. Era su oportunidad, la que siempre había soñado de
tener dinero, de ser rica. Algo cambió en su actitud con respecto a Silverio,
al que siempre había visto con algo de temor y recelo por las cosas que
contaban de él y de sus macabras costumbres con respecto a los muertos. Para ello comenzó por observar sus salidas
de aquella lúgubre casa, así como el itinerario que habitualmente hacía y que
casi siempre tenía como destino el cementerio. Allí, en una cochambrosa capilla
se arrodillaba y tras un tiempo de recogimiento, regresaba por el mismo
camino. Lucrecia, de vez en
cuando, aprovechaba para salir a la compra en cuanto, a media mañana, lo veía de regreso, siempre ensimismado y
ausente, provocando así, encuentros que parecieran fortuitos. Buenos
días, vecino –solía saludar- ¡Qué solitario lo veo siempre! Ya sabe dónde
estamos o mejor dónde estoy porque mi abuela y mi tío abuelo… Silvério se
descubría y, a medio reverencias, jadeante y sudoroso, contestaba:
Gracias, niña, gracias.. ¡Nada de gracias! Los vecinos estamos para lo que haga
falta… Si alguna vez me necesita, ya sabe: No tiene nada más que darme una voz
por el pozo.
Un
extraño sentimiento se apoderó de Silverio ante la visión de aquella mujer
joven, casi una niña, con desenfados de capital y alegres palabras, con
exóticos y provocativos gestos y que, de una forma tan espontánea e
incondicional se le ofrecía una y otra vez. Y
sin poderlo evitar, un solivianto irreconocible se instaló en sus pensamientos que, desvelado, pasaba las noches entre asmáticos ahogos,
palpitaciones, nervios y morbosos pensamientos acerca de su joven y seductora vecina.
Pasadas
unas semanas, Lucrecia que no había cesado en su plan y que lo tenía a punto en
espera de que una ocasión le fuera propicia, aprovechó la ausencia de su abuela
y de su tío abuelo que en una urgencia tuvieron que acudir al hospital más
cercano. La abuela, delicada y anciana, antes de partir, repetía: Deberías acompañarnos. Estamos torpes los
dos y no sabemos qué puede pasar. No me encuentro bien –se excusaba Lucrecia-.
De sobra sabes que iría, pero me duelen los huesos, tengo algo de fiebre y me
voy a meter en la cama.
Nada
más trasponer el taxis, Lucrecia vislumbró,
al fin, el momento esperado. Y manos a la obra puso en marcha su
detallado plan. En la vieja maleta de
madera había guardado con llave las pocas pertenencias personales que
consideraba de valor, y entre ellas una muy especial que había arrebatado a su
madre: se trataba de la fotografía de una niña de meses desnuda y sonriente. Era ella. Su madre la
mandó iluminar, por lo que su cuerpecito sonrosado, resultaba casi una
provocación.
Con
diligencia, colocó la foto visiblemente sobre una arcaica cómoda de su
tío-abuelo y con la casa a punto, se dispuso a esperar el momento de la
rutinaria salida de Silverio. Nada más verlo aparecer por la puerta, se
precipito, arreglada de pies a cabeza, a su encuentro, fingiendo unos estudiados traspiés que la hacía caer al
suelo, al paso justo de Silverio que, aturdido y medio temblando, se precipitó
en su ayuda: Apóyese en mi brazo. Esta calle con tantos y viejos baches…Voy a llamar a su abuela… No
está; ha ido al hospital con mi tío-abuelo, que le ha dado un dolor... No se preocupe; yo la acompaño a su casa.
¡Venga! Con cuidado; la voy a levantar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario