(Último párrafo capítulo XV: De ahí que la gente
de todos aquellos alrededores dieran en llamarla "Casa de los
Muertos". Y Silverio, el heredero de turno, único morador actual de
aquella ancestral y lúgubre mansión, era también para todos, el "Hombre de
los muertos.")
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(Todo lo referente a esta historia, la supe por boca de Lucrecia. Es tremenda y es por ello que no pueda omitir este capítulo)
La
"Casa de los muertos" era un blasonado caserón de dos plantas, rematado por un medio derruido palomar, habitáculo de
silencios y recuerdos, nido de pájaros nocturnos que aleteaban y producían
extraños sonidos por las techumbres carcomidas de polillas y termitas, no sólo
de aquella casa sino de aquel puñado de viviendas deshabitadas y en ruinas que, apiñadas en aquel
desolado barrio a la salida del pueblo, con la caída de la tarde, se tornaban silencios y sombras, aullidos de perros y deambular de sombras fantasmagóricas.
Silverio,
no obstante, dormía tranquilo junto al palomar, única habitación amueblada que
conservó a la muerte de su anciana madre, una mujer que murió disecada por los
años y cargada de nostálgicas historias, de secretos calcinados por los años
pero que, como estrellas muertas, se podían adivinar en el negro universo que
venía a ser su profunda mirada.
Un
hálito de terror pesaba sobre aquella casa y, como una maldición, se cundía endémico por el pueblo.
Y la gente pasaba de largo, con prisa, sin volver la vista atrás,
santiguándose, al tiempo que, para ahuyentar
supersticiones, repetía: "Ave María Purísima". Sólo,
cuando la muerte les arrebataba a seres queridos, con inmenso respeto y en
cumplimiento de sagrado deber, traspasaba el umbral de aquella puerta
siniestra.
La
parte baja de la casa, un gran patio de luz: suelos rojos y paredes de zócalos
serigrafiados de extraños arabescos. Una puerta grande, negra, de cuarterones y
clavos oxidados daba acceso a otro patio cuadrado, donde apenas entraba el sol,
pero en el que florecían en todos los tiempos, una gran arríate de pensamientos que el mismo Silverio
cultivaba con devoción porque decía que en ellos se reencarnaban las almas de
sus difuntos clientes. Y, cuando le avisaban para calcular el largo del ataúd,
cosa que hacía midiendo el cadáver con el ala de su "mascota", era de
rigor, y lo hacía solemnemente, depositar
entre las manos del difunto un hermoso pensamiento de su jardín
particular, al tiempo que mascullaba una profética oración: "Que tu
espíritu descanse en el jardín puro de los pensamientos". Y los
familiares, entre lloros y suspiros, asentían con la cabeza al tiempo que balbuceaban:
"amén".
Pero
aquel patio de los pensamientos era sobretodo un gran pozo compartido con la
casa vecina, residencia de toda la vida del anciano tio abuelo de Lucrecia, y
era también antesala de una húmeda y fría nave, sin más luz que la palidez fluorescente
de una barrita gastada y medio desprendida del techo. Allí, en prosaicas
repisas de mármol, amarillentas y agrietadas por los años, estaban expuestas,
para el público que lo requería, las cajas de los muertos. Y, por las paredes
desconchadas y enmohecidas, los Silverios de todas las generaciones, habían
hecho acopio de objetos espectrales: cabezas
y cuerpos de ángeles tullidos, de miradas apocalípticas y diabólicas sonrisas; cuadros mutilados del
juicio final, coronas con flores de tela; lazos de crespón,
lamparillas de aceite en todos los modelos y alguna que otra fotografía,
ampliada e iluminada, de niños difuntos.
Como
sus antecesores, Silverio era hombre de poca salud: tos, asma, algo de
epilepsia y algo de corazón. Condicionado por herencia y profesión, su
personalidad resultaba una mezcolanza de extravagancia, cursilería y
esperpento. Introvertido y solitario,
inspiraba respeto y cierto recelo de forma que la gente, cuando deambulaba por
las calles, cubierto siempre por un batín
parduzco que le llegaba hasta los tobillos, y con el rostro escondido
bajo su mascota, le salía al paso con repeluco y cortesía: "Buenos
días, Silverio". "Dios lo guarde, Silverio"
Y Silverio, cuando no tenía más remedio,
levantaba la cabeza y, esbozaba una
sonrisa que metamorfoseaba la rigidez de su rostro, sólo ojos azulones y diminutos que se perdían en el espeso cristal
de unas gafas redondas.
Pero un día, la vida de Silverio se vio
sorprendida por la llegada de Lucrecia y
su abuela. Desde un ventanuco, recóndito y oscuro, observaba a las viajeras con cierto desagrado,
acostumbrado como estaba al silencio de lugar y a la poca comunicación que
sostenía con el vecino, al que raramente
veía. Aquella muchacha, Lucrecia, que entre risotadas y aspavientos llegaba, le
parecía un allanamiento de morada, una tremenda profanación… No obstante, algo muy íntimo lo estremeció...
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