Una destartalada y negra plazoleta que jamás olvidaré
(Último párrafo del capítulo XIV: Las palabras de Lucrecia me alarmaron: Era seguro que no quería que la visitase, y era seguro que no me había dicho la verdad acerca de su vida.)
Terminé mi carrera de medicina, que fue mi elección
definitiva, y Lucrecia había vuelto a ser olvido, tras mis renovados
aplazamientos por visitarla. Los estudios, la atención a mi padre en
vacaciones, sobre todo, y razones, la mayoría sin fundamento, que me daba. Pero
un día, en un viaje a Córdoba, al pasar en taxis por la parada de un
autobús, me pareció ver a Lucrecia con un pequeño en brazos. El corazón me dio
un vuelco, al tiempo que una gigantesca interrogante me corría más que
aquel coche que no tuve coraje de detener: ¿Era o no era ella? Cuestión
que por otra parte me contestaba con tremendo remordimiento: Sí, ¡claro que era
ella! Pero, ¿quién podía ser aquel niño? ¿Y por qué no me había llamado o
visitado? Tal vez, y era lo que me parecía más seguro, Lucrecia ocultaba
cosas que ya intuí el día de su visita.
Una mañana, era el mes de septiembre, decididamente, y si
previo aviso, al fin, me desplacé al pueblo de su tío abuelo: necesitaba verla,
quería saber... Eran demasiados los remordimientos, las dudas, los reproches
que a mí misma me hacía.
En una pequeña plazoleta detuve mi recién estrenado
coche, regalo de mi padre al terminar la carrera. Saqué el papel que me
dio el larguirucho, bajé la ventanilla y pregunté al viandante más
cercano, un hombre de aspecto rudo que con las manos en los bolsillos de un
largo blusón, me observaba: Por favor, ¿la Calle Larga? ¿La Calle
Larga? ¿A quién busca usted allí? El hombre de los muertos murió hace
tiempo… No sé de lo que me habla –interrumpí-. Busco a una amiga:
Lucrecia.
El hombre, con evidente extrañeza, y muy pausadamente
encendió un cigarrillo antes de pronunciar palabra y sin dejar de mirarme de
arriba abajo. Al fin, aproximándose a la ventanilla, exclamó: ¡Con qué
busca a ésa! Ésa tiene nombre, señor –contesté algo molesta-: Se llama
Lucrecia. Pues aquí la conocemos por la medusa, una puta de mucho cuidado;
se cargó al Silverio y, ¡vaya forma! Yo que usted daría la vuelta… Pero si se
empeña, a la salida del pueblo, por esta calle abajo –me indicó- Allí verá la
Casa de los Muertos; no tiene pérdida. Una calleja, usted la verá, pero allí no
puede entrar con el coche; mejor lo aparca por aquí, y tenga cuidado que esa
casa está maldita.
Y aquella corazonada que me carcomía, mis
pesquisas y, sobre todo, por lo que pude ir sonsacando con grandes dificultades
a Lucrecia, pude reconstruir su legendaria y escalofriante aventura en
aquel lugar, con aquel hombre, Silverio, el hombre de los muertos, y en
aquellos años, aventura que no puedo pasar por alto, ya que marcó en mi
vida un antes y un después con respecto a mi relación con Lucrecia.
Aquella casa no era como las demás. Desde hacía muchos años
se había convertido en patrimonio intransferible de los "Silverios",
una saga cuyos orígenes se remontaban a un lejano país extranjero y que se
afincaron en aquel pueblo en el negocio de una lujosa funeraria que surtía de
ataúdes, coronas, lamparillas, etc., a toda la comarca. De ahí que la gente de
todos aquellos alrededores dieran en llamarla "Casa de los Muertos".
Y Silverio, el heredero de turno, único morador actual de aquella ancestral y
lúgubre mansión, era también para todos, el "hombre de los muertos."
Tremenda historia que dejo para el siguiente capítulo por su escalofriante relato que deseo transcribir fielmente.
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