(Fin del
Capítulo XVIII: Silverio, con la respiración cortada, escuchaba
complacido aquellas palabras que no acababa de entender: ¿Se trataba de una
sádica y pícara burla o de una sincera declaración de amor?)
Estoy
confundido y avergonzado, -susurró Silverio- Por favor no se burle de mí. ¿Burlarme?
Yo no sé hacer esas cosas. Dame una oportunidad. ¿Te espero esta noche en el
pozo? ¡Me voy –exclamó Silverio poniéndose de pie.- Te espero a las
diez; no te olvides y piensa cómo podemos vernos.
Aquel día fue muy especial para Silverio.
Encerrado en aquella lúgubre mansión, entre ahogos, toses y temblores, tramó su
macabro plan. Y con todo a punto, esperaba impaciente la noche, siguiendo, con
el oído pegado a los tabiques, los pasos de Lucrecia. A las diez de la noche, como Lucrecia había propuesto,
Silverio, más "hombre de los muertos" que nunca, con un batín encima
del pijama, la mascota, zapatos nuevos, corbata y calcetines negros, llegó puntual
junto al brocal del pozo. Esperó unos instantes y, al otro lado, sigiloso
chirriar de puertas, gruñidos suaves del perro, pasos y la media voz de
Lucrecia:
Un breve
silencio cundia por aquellos patios. Sólo se oía la respiración jadeante del
hombre de los muertos, más asmático, nervioso y palpitante que nunca. Era como
si, por unos instantes, aquel patio de pensamientos se hubiera tornado
carcajadas de los espíritus reencarnados y presentes en aquel singular jardín. ¡Silverio, Silverioo...! -rompió al fin Lucrecia- ¿Estás ahí?
Silverio,
antes de contestar, expiró e inspiró varias veces, hasta notar que sus
pulmones, a punto de estallar, se oxigenaban,
y con una sonrisa que él solo conocía, contestó: ¡Sí, sí; estoy! ¿Y
qué, has pensado? Estoy un poco nerviosa –fingió Lucrecia, alterando la voz-.
Tranquila, mujer, lo he pensado todo. Tendrás que hacer lo que yo te diga, y
no tengas miedo… ¿Miedo yo? –contestó
en una gran carcajada- No tengo
miedo a nada. Escucha y haz lo que te digo: Con todas las
luces apagadas, y sin hacer ni el más mínimo ruido, sal de tu casa y ven que la
puerta la he dejado abierta. Asegúrate
de que no te siga el perro y sobre todo, asegúrate de que Florentino duerma. ¡Allá que voy! –exclamó Lucrecia-. No
te preocupes por nada; sé andar en la oscuridad.
Y en un
santiamén se colocó ropa interior barata,
de un rojo brillante, prevista desde hacía tiempo para el momento, y una larga bata de satén
celeste con perfume a nardos pasados. Silverio que la esperaba en el zaguán con
una pequeña linterna encendida, se apresuró: ¡Pasa, pasa! Todo está preparado. ¡Sígueme! ¿Dónde vamos? -preguntó
algo inquieta Lucrecia-. No tengas miedo; dijiste que eras valiente. Nada
ni nadie va a hacerte daño. ¡Verás lo que tengo preparado! Es algo muy especial
que, con cariño, y con mis manos, he fabricado
para un día muy especial.
En un lugar
recóndito de la nave de los muertos, cubierto con un catafalco, se ocultaba un
ataúd, diestramente confeccionado por Silverio. A punto estuvo Lucrecia de
desmayarse, pero Silverio, haciendo gala de fuerza y virilidad, con los pulsos
rotos en temblores, la cogió por la cintura, al tiempo que exclamaba: No
temas, amor, no temas; los difuntos, reencarnados en estos pensamientos, velan.
A punto estuvo Lucrecia de huir de aquel
lugar, y de aquel extraño hombre que le repugnaba y empezaba a dar miedo, pero
en su cabeza aquella idea fija desde niña de ser rica, de tener dinero era tan
fuerte que, en un esfuerzo por olvidarse de cuanto la rodeaba y sobre todo de
aquel esperpento de hombre, cerró los ojos y se dejó llevar.
Y en aquel
fúnebre tálamo, Silverio, impetuoso, jadeante,
hizo el amor a Lucrecia. De pronto su
cuerpo, sudoroso, laxo, frío, como de un mazazo cayó desplomado sobre Lucrecia
que, medio a gritos, exclamaba, tratando de quitárselo de encima: ¡Silverio,
Silverio! ¡Ya está bien! ¡Me asfixias! Por favor… ¡Cuánto pesas!
Pero Silverio
no contestaba: Estaba muerto entre ahogos, sofocos y olores a inciensos
manidos.
Daban las dos
de la madrugada en el reloj del ayuntamiento. El perro de Lucrecia, que huyó
despavorida, aullaba rompiendo el silencio de las horas.
Cuando al cabo
de los días encontraron el cadáver, de boca en boca corrían los comentarios
entre sarcásticos y morbosos: ¡Pero qué ligerito de ropa se ha ido al otro
mundo! ¡Y en qué cómodo lecho! Seguro que no estaba solo, seguro, seguro que…
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