FINAL DEL CAPÍTULO XIX: ¡Pero qué
ligerito de ropa se ha ido al otro mundo! ¡Y en qué cómodo lecho! Seguro que
una viva le dio compañía, y seguro que no estaba lejos, y seguro que…
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Y los comentarios comenzaron a apuntar a
Lucrecia que se tornó evasiva, mucho más solitaria y confundida sobre todo,
cuando en poco tiempo advirtió que estaba embarazada de aquel hombre, algo que
a la gente dio motivo, no sólo de
comentarios, ya más que confirmados, sino sobre todo de desprecio y hasta
maltrato, negándole en muchas tiendas la venta de alimentos que, en todo caso,
y por la cara de Florentino, le racionaban.
En aquel encuentro, Lucrecia, sin dejar de
mecer a un bebé que sostenía entre sus brazos, y entre sollozos, me contó aquella
insólita historia. Tal vez pensó que era necesaria para conocer mi postura definitiva con ella.
Y yo escuchaba atónita. Frente a mí en un
pequeño comedor, el anciano Florentino, con una larga bata, ausente de todo, y
sin cesar de mascullar sonidos, sentado en un gran sillón de anea situado junto
a una ventana, que Lucrecia mantenía abierta a pesar del aire frío que corría,
y ante una taza de caldo con fideos que le chorreaban por una servilleta que le
servía de babero y sujeta por un alfiler de la ropa.
No sé qué sentí. Era como una mezcla de
terror, asco, ganas de escapar de aquel lugar, de no volver nunca más a
Lucrecia. Algo dentro de mí se revelaba, me reprochaba mi decisión de haber
llegado hasta allí. Yo, con mi flamante título de médico, con una vida hasta
entonces intachable, ¿qué hacía mezclada con aquel morboso enredo? Guardé
silencio, mientras, como si por mis sentidos entraran a un tiempo toda clase de
sensaciones, me parecía estar a punto de perder el sentido. Lucrecia, que me
conocía, y acertaba siempre en mis pensamientos, repentinamente, cogiendo mi
bolso me apremió: Vete,
vete; nunca debiste venir. ¿Has visto de lo que soy capaz? ¿Podrás decir
todavía que eres mi amiga?
Sin contestar, me puse de pie con la
intención, efectivamente, de irme para siempre, pero el bebé, al que ni tan
siquiera había mirado, comenzó a llorar, al tiempo que Florentino agitaba la
campanilla que siempre tenía a mano. Lucrecia, desconcertada, repetía,
empujándome hacia la puerta: ¡Venga, vete ya! Olvídate para siempre de mí.
Ya no soy aquella niña que tú conociste. Soy, como mi madre, una mujer mala de la calle del río, ¿Se te ha olvidado?
Como si no hubiera oido aquellas palabras reproches y por decir algo, le pregunté: ¿Y es tuya la casa de ese
hombre? Si la vendes… No, no es mía –me
interrumpió Lucrecia-. Ni falta que me hace. Aparecieron unos familiares, pero no te preocupes: con
la pensión de Florentino me voy arreglando bien. ¡Vete, vete y no vuelvas más!
Y allí se quedó Lucrecia, con profundísimas
ojeras, con el cabello tan descuidado que resultaba ser una mata de greñas en
tres colores, mal vestida, delgada en extremo y envejecida.
Al arrancar mi flamante coche, un desgarro
me dolió en los adentros. Adiós, Lucrecia… ¿Adiós para siempre?
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