(ULTIMO
PÁRRAFO CAPÍTULO XXII: Durante unos instantes ambas nos quedamos sumidas en silencio y
observación, pero mis pasos se aceleraron hacia aquella casa, al tiempo
que ella se disponía a cerrar de un portazo…)
¡Lucrecia, Lucrecia! –repetí- ¡No te vayas; espera ¿No me conoces? Soy
María. Y Lucrecia, recogiéndose el pelo de mala manera y abotonándose la bata
con prisa, contestó antes de que llegara a ella y en evidente deseo de escapar
de mi súbito encuentro: Sí, sí sé quién eres, pero vete de aquí… Quiero verte,
quiero hablar contigo… ¿Hablar conmigo? ¡Vaya, la señorita María quiere hablar
ahora con una puta! –contestó con tal reticencia que sus palabras parecían
afilados dardos-. Tú no eres eso -contesté frente a frente con ella-. ¿Qué no?
¿Y qué piensas que hago en esta casa? –contestó, y esta vez con una estrepitosa
carcajada que me produjo una fuerte y electrizante sacudida por todo el cuerpo-
¡Vete de aquí y olvídate de mí para siempre! ¡Para qué si se entera tu padre!
¡Y si se entera la bruja de tu casa! –añadió en tono cáustico- ¡Vete, vete, y
no vuelvas más! ¿No ves lo que soy? No puedo ni quiero olvidarte… Tenemos que
hablar… Hace ya tiempo que me olvidaste, querida María. ¿Cómo es que
quieres ahora hablar conmigo? ¿Te
remuerde por algo la conciencia? Pues, vete tranquila. Ya me has visto, y ya
hemos hablado… Somos amigas, ¿no?
De nuevo la estridente y forzada carcajada de
Lucrecia, al tiempo que sus reproches, su huida y desprecio me golpearon con
tal fuerza que un ligero vahído me
precipitó sobre ella. ¿Qué te pasa? –dijo cambiando de tono-. Nada; un ligero
mareo. Ya pasó. No has debido venir. Este sitio no es para ti. ¿Te sacó una
silla? ¿Quieres un vaso de agua? ¡Espera, espera! –repitió, sujetándome por un
brazo-; te saco una silla. No, no te preocupes; no me pasa nada; ya estoy bien,
de verdad –dije tratando de recuperar la calma-. Perdóname. Sé que te he hecho
daño… ¿Qué puedo hacer por ti? ¡Cualquier cosa! Nada, no puedes hacer nada.
Aléjate de esta casa, de esta calle… Tú perteneces a otro mundo; eres la hija
de un médico, eres médico, y yo… ¡ya ves lo que soy! Quiero que nos veamos
–insistí-. Quiero que hablemos. Pronto me tengo que incorporar a mi trabajo y
no volveré en algún tiempo por aquí… Te ruego que me perdones. También yo he
tenido preocupaciones, trabajos… Mejor si te vas del pueblo. Yo sólo te traería
problemas. Y no te preocupes; estás perdonada.
De una carrerilla, los dos pequeños se
precipitaron en la casa dejando la puerta abierta de par en par, y así pude
ver aquel patio que seguía como siempre,
y las puertas de las habitaciones cerradas y un fuerte olor a leños quemados…
-¿Me das un beso? Lucrecia no contestó pero acercó a mí sus mejillas casi
cubiertas por aquella desmelenada cabellera rojiza que desprendía el
característico olor a brillantina barata
de siempre. Le eché un brazo por encima con intención de abrazarla pero
Lucrecia reaccionó apartándose y volviendo a su actitud displicente.
-Bueno –dijo-, que te vaya bien. No te
preocupes por mí; aquí hay gente que me quiere. No vuelvas nunca más. Ya me has
visto, ya sabes que soy una puta, que me acuesto con hombres, que soy una mujer
mala como mi madre y mi abuela... Nunca pensé así y lo sabes. Sí, ¡claro que lo asé! Hasta que te conté mi historia con el hombre de los muertos. ¡Vete, vete y no vuelvas!
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