(FIN DEL CAPÍTULO XXI: Necesitaba
verla, comprobar que eran ciertas las palabras de Juana, y cada paso que daba
en aquella dirección era un cúmulo de urgencias que me atormentaban pero, por
otra parte, resultaban ser un reclamo al que no podía resistirme...)
Madrugué. En realidad no había dormido. Las
calles del pueblo estaban escarchadas, casi solitarias. Algún que otro grupo de
aceituneros que se dirigían a los tajos, y mujeres cubiertas de grandes mantos
que, solícitas a los toques de Misa en la ermita, caminaban con prisa. Me
detuve, justo, en la esquina de aquella sombría Calle del Río, pero las cuatro
casas pobres que eran todo el
vecindario, con las puertas cerradas, me provocaron un fuerte escalofrío y
hasta un incontrolado rechinar de dientes. Allí, en el número cuatro, me
despedía de Lucrecia aquel jueves feliz para ella de su viaje en compañía de su
abuela, allí la había visitado el día que murió su madre, sí, allí estaba la
casa de las “mujeres malas”, la casa de Lucrecia.
Pero yo había crecido y a pesar de la
repugnancia que sentía al recordar las
últimas historias de Lucrecia y que me habían alejado de ella, mi decisión de
verla estaba libre de toda clase de prejuicios. Por eso, asumiendo las
soslayadas miradas de los escasos transeúntes, aguanté un rato dejada caer en
el quicio de una de puerta y con el rostro cubierto hasta los ojos por una gran
bufanda. No fue larga la espera. La puerta de aquella casa, de la que no
apartaba mis ojos, se abrió, al fin. De ella salieron dos pequeños de unos
cinco o seis años. Uno de ellos tiraba de un carrito de cartón y portaba una
gran bolsa de plástico. El otro, algo retrasado, andaba con cierta dificultad.
No sé qué sentí, pero mi corazón sensible y mi gran emotividad, me avivaron tal
ternura hacia aquellos niños que me
lancé, sin pensarlo, a su encuentro. ¿Dónde
vais tan temprano? Por el pan –contestó el que parecía más resuelto-. Tenemos
que ir por el pan. ¿Y cómo os llamáis? Yo –volvió a contestar el mismo pequeño-
me llamo Paco, y éste es el renco…¿Y por qué le llamas renco? ¡Pues no lo ves! ¡Está un poco cojo!
–exclamó, soltando una gran carcajada-. También es el borgio.
Unos rayos de sol comenzaban apuntar por los
tejados que parecían derretirse en un chorrear constante de pequeñas gotas,
pero el frío intenso de aquella mañana y
en aquel lugar se hacía sentir como un halo de muerte. No había dudas: Aquel
pequeño, el borgio, el renco era el hijo de Lucrecia, y era como una tremenda
bofetada a mi responsabilidad. En un instante me volaron por la cabeza mis
largos e intencionados olvidos de Lucrecia, mí hasta desprecio y condena por aquel incidente de su
vida con el hombre de los muertos… Sí, me sentía culpable de aquella realidad que ante mí se
repetía: Me llama la Borgia y un día
lo mato por pegarle a mi madre.
Torpemente y como única salida mi urgente pregunta: ¿Conocéis a Lucrecia? Esa es
la borgia, la madre de éste. –contestó
de nuevo el pequeño-. Y ya nos vamos que mi madre no quiere que hable
con gente… Conozco a tu madre desde antes de que nacieras –dije dirigiéndome al
pequeño borgio que no había pronunciado palabra- Me gustaría verla. ¿Por qué no
la llamas? El mayorcillo, mirándome de arriba abajo y con picardía impropia
de sus pocos años, exclamó: ¡Anda ya! Eso
es mentira. La borgia no tiene amigas, y éste no habla porque es un poco tonto…
No sabe hablar. No, no es mentira; Lucrecia es mi amiga y, si quieres
comprobarlo, llámala; dile que salga.
En ese momento, una mujer, de pelo rojizo,
despeinada y con una larga bata morada
de brillo hasta los pies, sin abrochar, y dejando ver las piernas al aire,
apareció en la puerta, voceando a los
niños. ¿Todavía estáis ahí? ¡El pan es
para hoy, y ya sabéis que no quiero casquera…! ¡Es la madre de éste, la borgia!
–exclamó el pequeño, echando a correr.
Sí, era la voz de Lucrecia. No obstante me
costaba reconocer su imagen, un poco lejana y difuminada por la niebla que
subía del río. Durante unos instantes ambas nos quedamos sumidas en silencio y
observación, pero mis pasos se aceleraron hacia aquella casa, al tiempo que ella
se disponía a cerrar de un portazo…
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