(Final capítulo XXIII: Ya me has
visto, ya sabes que soy una puta, que me acuesto con hombres, que soy una mujer
mala como mi madre y mi abuela... Nunca pensé así y lo sabes. Sí, ¡claro que lo
asé! Hasta que te conté mi historia con el hombre de los muertos.
¡Vete, vete y no vuelvas!)
El
regreso a la normalidad de mi trabajo fue como el mejor elixir para alejarme de
aquella realidad vivida tan dolorosa para mí que me sentía responsable.
Transcurrió no sé cuanto tiempo y me sucedieron cosas importantes para mi vida.
Una de ellas fue el desamor que experimenté por
un hombre al que jamás he podido
olvidar, con el que sueño a diario
y que me llevó a un estado de soltería
por los siglos de los siglos.
Mi padre pasó una larga temporada conmigo. Decía que aquella casita del pueblo
le gustaba, aunque creo que lo que más le gratificaba era el trato que la gente
le dispensaba. Al llegar las Navidades
decidimos volver al pueblo. ¡Cómo deseaba aquel regreso a mi casa de niña! No
obstante, pronto tuve que soportar el fortuito ictus que sufrió mi padre y que
lo dejó medio paralizado y ausente por lo que tuve que pedirme excedencia por
tres meses. Un domingo de aquellos decidí ir a la Misa de la tarde, cosa que no
hacía desde hacía años. Al salir, casi noche ya, me di de bruces en el atrio de la iglesia con
un grupo de niños que jugaban a las bolas. Entre ellos un pequeño algo rezagado
me llamó la atención. Era, sin duda, el hijo de Lucrecia. Me acerqué con ánimo
de preguntarle por su madre, pero el pequeño y desenvuelto Paco, que me
reconoció al instante, exclamó: La madre
del borgio se va a morir. ¿Qué dices, niño? A ver si no dices mentiras. –me
lancé en una perturbación tal que el
pequeño, asustado, dejó el juego y echó a correr.
Suavizando
el tono y acariciando al hijo de Lucrecia
que también inició la huida pero, dada su dificultad para correr, pude
alcanzar, volví a insistir: ¿Qué le pasa
a tu madre? ¿Está enferma? Paco, deteniéndose a cierta distancia, voceaba: ¡Corre,
renco! Como se entere Teresina…. ¡Corre!
Las
palabras del pequeño Paco resucitaban en mí momentos con Lucrecia en los que
siempre una de las dos acabábamos corriendo, y también aquel nombre Teresina me
traía a la memoria las historias de Lucrecia en el sótano, con frío, con calor,
siempre escondida, siempre marginada. No
te vayas –le insistí reteniéndolo suavemente por un brazo- Dime tan sólo que le
pasa a tu madre. Soy su amiga. El pequeño, hijo de Lucrecia, tan parco en
palabras, susurró, como eco, las palabras de Paco: Se va a morir. ¿Qué enfermedad tiene? –pregunté a sabiendas de que poco
más iba a decirme. Encogiéndose de
hombros, exclamó: No lo sé. Está en el
hospital. Y, con gran dificultad,
echó a correr.
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