(Final del capítulo XXIV: Qué enfermedad
tiene? –pregunté a sabiendas de que poco más iba a decirme. Encogiéndose de hombros, exclamó: No lo sé. Está en el
hospital. Y, con gran dificultad, echó a
correr.)
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Hacía calor y la gente tomaba el fresco sentada en las
puertas. Mi presencia no pasaba desapercibida a nadie. Me habían conocido de
niña y ya era nada menos que la doctora María. Pero no lo dudé; no había
prejuicios que me detuvieran.
Mi primera intención, que llevé a cabo
sin la menor demora, fue ir directamente en busca de Teresina. Ella me conocía,
me podría explicar con detalles qué le pasaba a Lucrecia. Y mis pasos se
encaminaron a la Calle del Río, pero nada más llegar a la esquina de aquella,
maldita, por todos, calle, tropecé con Teresina a la que, tras los años
transcurridos y su aspecto característico de mujer prostituta, pude reconocer
inmediatamente. Ella, que buscaba a los niños con evidente preocupación, apenas
si me miró.
Sin ningún tipo de reparos, la abordé: Soy la amiga de Lucrecia. ¿Me recuerdas? Perdone
un momento; voy a recoger a los niños.Amonestándolos por la hora se perdió
en la oscuridad de la calle. Los momentos de espera se me hicieron tan largos
que a punto estuve de precipitarme en la casa que cerrada, tras la entrada de
Teresina, parecía pertenecer a otra dimensión que yo conocía y de la cual guardaba el último recuerdo de
Lucrecia, transformada en reproches por mi presencia y al mismo tiempo, tierna
y solícita ante mi súbito desvanecimiento.
Teresina, a pesar de su innegable
condición de mujer “mala”, tenía cierto aire de distinción: alta, delgada,
pelirroja, de piel muy blanca, con pecas que le agraciaban la cara y de voz
algo rasgada que le imprimía personalidad. Lucrecia en una ocasión me había
dicho: La Teresina va a ganar mucho
dinero porque es muy guapa.
Al fin, la puerta de aquella casa se
abrió, dejando al descubierto una luz rojiza y mortecina. Teresina se me
aproximo relatando: Le tengo dicho que no
les llegue la noche en la calle, que no se alejen de la puerta, pero, al menor
descuido, se me escapan… ¿Qué le pasa a Lucrecia? –pregunté sin más- Me han
dicho los niños que está enferma. Teresina, respiró profundo como si
acabara de correr una maratón. Después contestó: Sí; está ingresada en el Hospital de Córdoba. Pero, ¿qué le pasa? No
hace tanto que la vi y estaba bien. Aquella mujer, cargada de tristeza, se
tomó unos instantes antes de continuar. Sí,
estaba bien -dijo al fin-, pero tuvo un accidente en la casa y… ¿Y qué? Dime la verdad, por favor;
necesito saber qué le ha pasado.
De los ojos de Teresina cayeron unas
lágrimas que, discretamente, se enjugó. Trago saliva y añadió: No puedo decirle
más; lo siento. Me volvió la espalda e iba a emprender el regreso a la casa,
cuando, increpándola con rabia, medio ¿Por qué tanto miedo a hablar? ¿Ha sido ese hombre, verdad? La culpa
es vuestra por no buscar otra vida…
La mirada larga, silenciosa, dura y
hasta demoledora, diría yo, de Teresina fue la confirmación a mi primera y
definitiva intuición: No había sido un accidente sino un maltrato de aquel
hombre que desde niña la tenía sentenciada.
(Trataré de seguir cada dos días, a finde agilizar esta larga ya novelista)
1 comentario:
Hola. Espero que pronto continues con la historia. Un abrazo
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