Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

28 jun 2014

Capítulo XXVI



(Final del capítulo XXV: No había sido un accidente sino un maltrato de aquel hombre que desde niña la tenía sentenciada)


El destino, un recurso fácil para justificar lo irremediable, creía yo,  repetidamente me llevaba hasta Lucrecia que, a poco que pensara, formaba parte de la historia de mi vida, desde aquella  tan lejana tarde en el desaparecido Centro de Falange, cuando alguien dijo: Ha venido la hija de una mujer mala.
Cuando entré en mi casa, el olor de la sopa, que Juana preparaba cada noche, me produjo una arcada. Sentía un malestar como de fiebre. Me punzaba todo el cuerpo y, sin ánimo para conversar con Juana, me fui directamente a ver a mi padre que estaba ya dormido. Lo besé repetidamente en la frente, al tiempo que él, enganchado a aquella maldita bombona que le permitía seguir respirando, abrió los ojos, me miró fijamente, y yo diría que como adivinando mi estado de ánimo, esbozó una sonrisa.
Era temprano y hacía algo de calor. Por eso no me fui directamente a la cama, sino que me acomodé en un sillón de mi dormitorio y con la luz apagada, una maraña de alucinaciones se  sucedían en mi cabeza incapaz de poner orden  en aquel auténtico delirio de recuerdos, dudas, frustraciones, y siempre  Lucrecia.
Bien temprano concerté la visita al hospital; no podía dejar pasar ni un día sin ver qué le sucedía a Lucrecia. El compañero médico del hospital, tras interesarse por  su estado me había rogado brevedad ya que se trataba de un caso que investigaba la policía y tenía prohibida las visitas. Tienes que ser fuerte María –me dijo al entregarme el permiso de visita-. Va a ser desagradable; te acompaño.
 Y con su brazo por encima de mis hombros entramos en aquel gran recinto, conocido por mis prácticas, Reina Sofía, que olía a revuelto de medicamentos viejos, lejía y sopas. Una especie de arcada me sobrevino, acompañada de un ligero vahído, algo habitual en mí
 Una habitación pequeña, una lamparita azulada, una sóla cama y Lucrecia en ella, rodeada de tantos aparatos, sueros y vendajes que apenas si era reconocible. Parecía dormida. Cogiéndole fuertemente la mano, me aproximé a ella cuanto puede. Lucrecia, Lucrecia –repetí varias veces- Soy María, ¿Puedes oírme? Soy tu amiga; estoy aquí contigo. Los ojos de Lucrecia, primero parpadearon y después se entreabrieron. Mi impresión se tornó en explosivas interrogantes: ¿Puede verme? ¿Puede oírme? ¿Quién te ha hecho esto? Está bajo el efecto de sedantes y puede que te oiga y que te vea, pero no creo que pueda hablar –me dijo el colega.
Sin dejar de repetir su nombre, le acaricié parte de la mano derecha que tenía libre de escayola y parte de las mejillas, libres también de esparadrapos. ¿Qué te han hecho? ¡Pobre amiga! Nunca debí permitir que estuvieras en aquel lugar. Perdóname, Lucrecia, perdóname. Me voy a ocupar de ti, cuando salgas de aquí…
Y Lucrecia, en un gran esfuerzo, abrió  aquellos ojos azulones y reventones. Me miró fijamente  como si quisiera decirme... ¡tantas cosas…!
E inclinándome sobre ella, como si mi cuerpo y el suyo pudieran abrazarse, un ahogo me hizo romper en fuerte llanto, al tiempo que repetía:  Todo ha sido por mi culpa… Perdóname. No, no debí dejarte en aquella casa... Me ocuparé de ti; te lo prometo.

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