(Final del capítulo XXV: No había sido un accidente sino un maltrato de
aquel hombre que desde niña la tenía sentenciada)
El destino, un recurso fácil para
justificar lo irremediable, creía yo,
repetidamente me llevaba hasta Lucrecia que, a poco que pensara, formaba
parte de la historia de mi vida, desde aquella
tan lejana tarde en el desaparecido Centro de Falange, cuando alguien
dijo: Ha venido la hija de una mujer mala.
Cuando entré en mi casa, el olor de la
sopa, que Juana preparaba cada noche, me produjo una arcada. Sentía un malestar
como de fiebre. Me punzaba todo el cuerpo y, sin ánimo para conversar con
Juana, me fui directamente a ver a mi padre que estaba ya dormido. Lo besé
repetidamente en la frente, al tiempo que él, enganchado a aquella maldita
bombona que le permitía seguir respirando, abrió los ojos, me miró fijamente, y
yo diría que como adivinando mi estado de ánimo, esbozó una sonrisa.
Era temprano y hacía algo de calor. Por
eso no me fui directamente a la cama, sino que me acomodé en un sillón de mi
dormitorio y con la luz apagada, una maraña de alucinaciones se sucedían en mi cabeza incapaz de poner
orden en aquel auténtico delirio de
recuerdos, dudas, frustraciones, y siempre
Lucrecia.
Bien temprano concerté la visita al
hospital; no podía dejar pasar ni un día sin ver qué le sucedía a Lucrecia. El
compañero médico del hospital, tras interesarse por su estado me había rogado brevedad ya que se
trataba de un caso que investigaba la policía y tenía prohibida las visitas. Tienes que ser fuerte María –me dijo al
entregarme el permiso de visita-. Va
a ser desagradable; te acompaño.
Y con su brazo por encima de mis hombros
entramos en aquel gran recinto, conocido por mis prácticas, Reina Sofía, que
olía a revuelto de medicamentos viejos, lejía y sopas. Una especie de arcada me
sobrevino, acompañada de un ligero vahído, algo habitual en mí
Una habitación pequeña, una lamparita azulada,
una sóla cama y Lucrecia en ella, rodeada de tantos aparatos, sueros y vendajes
que apenas si era reconocible. Parecía dormida. Cogiéndole fuertemente la mano,
me aproximé a ella cuanto puede. Lucrecia,
Lucrecia –repetí varias veces- Soy María, ¿Puedes oírme? Soy tu amiga; estoy
aquí contigo. Los ojos de Lucrecia, primero parpadearon y después se
entreabrieron. Mi impresión se tornó en explosivas interrogantes: ¿Puede verme? ¿Puede oírme? ¿Quién te ha
hecho esto? Está bajo el efecto de sedantes y puede que te oiga y que te vea,
pero no creo que pueda hablar –me dijo el colega.
Sin dejar de repetir su nombre, le
acaricié parte de la mano derecha que tenía libre de escayola y parte de las
mejillas, libres también de esparadrapos. ¿Qué te han hecho? ¡Pobre amiga! Nunca
debí permitir que estuvieras en aquel lugar. Perdóname, Lucrecia, perdóname. Me
voy a ocupar de ti, cuando salgas de aquí…
Y Lucrecia, en un gran esfuerzo,
abrió aquellos ojos azulones y
reventones. Me miró fijamente como si
quisiera decirme... ¡tantas cosas…!
E inclinándome sobre ella, como si mi
cuerpo y el suyo pudieran abrazarse, un ahogo me hizo romper en fuerte llanto,
al tiempo que repetía: Todo ha sido por mi culpa… Perdóname. No, no debí dejarte en aquella
casa... Me ocuparé de ti; te lo prometo.
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