Fin del
cápitulo XX: Y
allí se quedó Lucrecia, con profundísimas ojeras, con el cabello tan descuidado
que resultaba ser una mata de greñas en tres colores, mal vestida, delgada en
extremo y envejecida. Al arrancar mi flamante coche, un desgarro me dolió en
los adentros. Adiós, Lucrecia… ¿Adiós para siempre?)
Me alejé de aquel lugar. Recuerdo que sentí
rabia y creo que hasta asco de aquella
historia, de aquella mujer que tanto se había corrompido, transformándose en lo
que todos me auguraban: en una prostituta.
Y mi vida, al fin, comenzaba una nueva
etapa, logrando una plaza en el ambulatorio de un pequeño pueblo de la sierra,
algo alejado de la capital y de mi pueblo. Allí, con ilusión y entrega,
emprendí, en unos primeros pasos, el ejercicio de mi profesión de médico. Cada
día pasaba consulta a las ocho de la mañana, y eran muchos los enfermos que por
ella desfilaban y a los que dedicaba atención y cariño. De vez en cuando me desplazaba a ver a mi
padre que, jubilado y achacoso, se resistía a venir a vivir conmigo, aunque
sólo fuera por temporadas.
Pasaron años en los que tuve algún que otro
pretendiente con aspiraciones a boda, cosa que una vez y otra iba aplazando, ya
que mis deseos de libertad e
independencia los sobreponía a cualquier otro estado que me privara, aunque
solo fuera en parte, de sentirme dueña absoluta de mi vida. Había cumplido ya los cuarenta y el recuerdo de Lucrecia venía
a ser una anécdota de la infancia tan
lejana que hacía años había dejado de preocuparme.
Eran vísperas de Navidad. Mi padre había empeorado hasta extremos que apenas si
nos conocía. No obstante, me desplacé al pueblo
para pasar allí las fiestas con la esperanza de que acudiera
también mi hermano, casado y trabajando en Barcelona.
Una mañana
de aquellos días, Juana, vieja y
mermada en casi todo, me dijo ¿Sabes una cosa? –. ¿A qué te refieres? No
te lo vas a creer –contestó-, pero yo lo he sabido siempre… ¿De qué hablas? –interrumpí
impaciente-. ¿Te acuerdas de aquella niña, o mejor dicho de aquella estrafalaria
mujer que vino cuando murió tu madre? ¿Cómo se llamaba…? No lo recuerdo.
¿Lucrecia? ¿Te refieres a Lucrecia? ¡Eso es! Nunca recuerdo ese nombre… ¿Y qué
pasa con ella? –volví a precipitarme en mi curiosidad-. Pasa lo que tenía que
pasar: ¡Ahí la tienes, en la Calle del Río, en la mismita casa que vivió con su
madre y con el mismito oficio que ella…! ¡No puede ser! –exclamé tan aturdida
como si de un gran mazazo me hubieran dejado caos-. ¡Y con un niño de cuatro
años y otro mayor! Si los refranes no fallan: La cabra tira al monte.
Era un día de enero rechinante de sol pero con
un vientecillo frío que helaba. Me sentía tan mal por aquella repentina noticia
que no encontraba lugar en la casa donde tranquilizarme. De un lado para otro
me movía nerviosa e indecisa. Tan pronto como puede escapé. Me apremiaban las
ganas de llorar fuerte, muy fuerte. Es por eso que me refugié en el
palomar. Allí di rienda suelta a mis muchos motivos de maltrechos sentimientos:
Lucrecia, sí, Lucrecia irrumpía de nuevo
en mi vida con clamorosa voz
de urgencia, y su presencia allí, de nuevo, en el pueblo, se me hacía un
presente ineludible. Esperaba que la “Hora de Dios”, como en otros tiempos
llegara, pero era demasiado temprano, y en aquel lugar ni tan siquiera las
pavas cluecas de aquellos años pero, como potentes ecos, las palabras de
Lucrecia: ¿Por qué quieres ser mi amiga?
¡Y si se entera tu padre! Me tengo que acostar en la cama caliente por un
hombre, y mi madre, a veces, cambia las sábanas…
Había telarañas por los rincones de aquel
cuartucho, y somieres viejos y, como otros muchos lugares de la casa, el
abandono era tan palpable que en un intento de resucitarlo todo, de hacer una
gran limpieza, de retornar al pasado tal y como fue, decidí, al fin, adelantar
mis vacaciones y quedarme.
Fue una noche larga. Cerca de mi padre podía
escuchar hasta su respiración fatigosa, algo que aumentaba mi malestar y en incesante nerviosismo me levantaba una y
otra vez hasta llegar a comprobar que
dormía. También Lucrecia formaba parte de mis propósitos: iría a verla. Me
levanté nada más apuntar el día. Juana, la primera siempre en madrugar, exclamó
al verme, acurrucada en la mesa estufa: Pero,
criatura, qué haces levantada a estas horas! ¡A saber qué te ronda por esa
cabeza! Te voy a hacer café y deberías acostarte un rato más. No, no tengo
sueño. Voy a ir a Misa de ocho a la ermita.
En realidad necesitaba, me urgía merodear la
Calle del Río. Lucrecia, tan arrinconada en mis recuerdos, parecía ser mi
destino irrenunciable. Necesitaba verla, comprobar que eran ciertas las
palabras de Juana, y cada paso que daba en aquella dirección era un cúmulo de
urgencias que me atormentaban pero, por otra parte, resultaban ser un reclamo al que no podía resistirme...
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