Toda la vida esperando que por algún lado
pueda aparecer Lucrecia
(Último párrafo capítulo VIII.
Y encendían mariposas de
aceite, colocaban ramos de crisantemos alrededor de un ataúd pobre que me
produjo tal convulsión que me sentía el pulso por todo el cuerpo y
las manos me sudaban un frío de hielo…)
Si
quieres –me sugirió Lucrecia- te entro a
ver a mi madre. No da miedo; está como dormida y parece que se ríe. Tiene un
velo de encaje por la cara; no se le ve bien, pero se ríe; no da miedo. La
abuela, discreta como era, se anticipó a mi respuesta: ¡Anda! Deja a esta niña que se vaya, y tú también te vas a bajar al
sótano con Teresina…Yo no quiero ir allí; hace mucho frío y quiero que se quede
María:
Pero aquella
mujer, árbol gigante, decrépita y plena de dolor, se levantó y saliendo por
unos instantes de sus lágrimas, me cogió suavemente por un brazo y me condujo hasta la puerta. ¡Anda! -exclamó- Vete a tu casa; esto no son
cosas de niños.
Cuando salí de
allí, camino del colegio, me pesaba tanto el cuerpo que casi no podía caminar. Llegué
tarde, y la monjita de chapetas coloradas, me castigó. Después en casa, mi
hermano repetía: ¡María ha llegado tarde
al colegio; la han castigado! Mi madre guardó silencio. Un poco después me
dijo: Voy a mandar a Juana para que se
traiga a esa niña y pase aquí la tarde… ¿Y papá quiere? Papá no vendrá hasta la
noche, pero no tienes que preocuparte.
Y sí; mi madre la
recibió con cariño. Le dio la merienda,
y le regaló un vestido de los míos, unos
zapatos y libros de cuentos. Cuando a las seis de la tarde, y mientras sin
cesar y sin miedo, jugábamos, le
mostraba mis rincones favoritos en el jardín, y le descubría mis tesoros,
piedrecillas de colores, pétalos de rosa en alcohol… volvieron a doblar las campanas, y Lucrecia, que se
había mostrado contenta en nuestros permitidos juegos, como paralizada
repentinamente, exclamó: Ya se llevan a
mi madre, pero el cura no quería, y mi madre era buena. Me voy corriendo;
quiero darle otro beso.
Mi madre, que era
también buena, la sujetó: Tú madre –le dijo- está ya con Dios. Lo
único que puedes hacer por ella es rezar. Y sus ojos llenos de lágrimas
eran expresión viva de un a mezcla de dolor, ingenuidad y picardía. Entre dientes, y casi a mi oído,
repetía: A ese hijo de puta lo mato yo un
día; le pegaba a mi madre, y yo sé que se ha muerto por su culpa
Al caer la tarde, la acompañé hasta la
esquina; le había prometido a mi madre que de allí no pasaría. Y vi. cómo se
perdías por aquel callejón negro, de la Calle de Río, más negro que nunca, más
siniestro, más solitario….Más huérfano para Lucrecia..
Tras la muerte de su madre, nuestra
amistad se intensifico, si bien siempre en encuentros fortuitos y clandestinos.
Cada día al oscurecer, cuando la gente
acudía a la Iglesia al rezo del rosario, nos encontrábamos allí, en un poyete
de la plaza, escondido bajo las viejas ramas de un gran naranjo. Lucrecia, con
un lazo negro en la manga, parecía más abandono, más soledad. Un día me dijo: A
lo mejor nos vamos a vivir a otro sitio. Mi abuela no tiene dinero ni puede ya
trabajar. Dice que a lo mejor por ahí
puede ser criada o que a lo mejor nos vamos a vivir con su hermano Rogelio que tiene dinero.
Recuerdo
que las palabras de Lucrecia me calaron
tan hondo que casi me eché a llorar. Y tan sólo se me ocurrió una ingenua
salida: ¿Y no irás a los Grupos?
Todavía no sabes leer bien ni escribir. Bueno,
pero, ¡si yo no quiero ir! Hay un maestro que, cuando me ve sola me enseña... Y
es un viejo asqueroso que me da miedo, y dice mi abuela que se lo va a decir al
director, aunque seguro que me echa la culpa a mí o dice que es mentira. Si
quieres, yo te enseño a leer.
De pronto, encogiéndose hasta quedar
prácticamente debajo de mí, exclamó:
-¡Mira, mira! Ese hombre también se acostaba
con mi madre y me llama putilla, y eso no me gusta. No quiero que me vea.
Cuando yo sea mayor se van a enterar todos.
Y mis
ojos descubrieron a una persona destacada del pueblo, amigo de mi padre, hombre
de Misas y Comuniones domingueras....
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