Y la luna siempre testigo de mis mi vida pasada y presente.
(Último
párrafo del capítulo X: ¡Sí, sí,
pasado mañana se va. En el carretilla de la tarde, y no sé a qué pueblo pero es
lejos, y allí vive un hermano de su abuela, y se van el jueves.)
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Pasé dos noches
desvelada y contando las horas que faltaban para su ida y sin saber cómo
hacer para verla, ya que Alfonsina, una niñera, se había convertido en mi
sombra. Al fin, pude escapar de mi casa sin que nadie me viera. Los jueves por
la tarde no había colegio, y yo solía pasar mucho rato en el palomar, haciendo muñecas
de trapo o dibujando casitas y nubes. Sigilosamente me escapé sin que nadie me
viera y corrí en busca de Lucrecia. Cuando llegué a su puerta estaban a punto
de partir. Las mujeres embatadas de siempre las despedían con lágrimas en los
ojos, y la abuela, con una maleta de madera, más bien un cajón, por todo
equipaje, daba recomendaciones a una emperifollada joven que, con cierto aire de superioridad, asentía con la
cabeza a todo sin pronunciar palabra. Lucrecia, acercándose, y en voz baja, me
dijo al oído:
-Ésta es la
nueva, y se llama Violeta, y es una presumida tonta.
Era alta, de cejas y pelo muy negro, boca
grande con labios pintados de un intenso rojo y una camisa de brillo y
transparencias.
-¿Y a qué pueblo vais? –le pregunté sin
importarme nada las explicaciones sobre aquella mujer.
-No sé cómo
se llama, pero allí voy a tener una cama para mi abuela y para mí, y no se va a
acostar ningún hombre, porque el amo de la casa, que es hermano de mi abuela,
está muy viejo y mi abuela lo va a cuidar… -me relataba Lucrecia,
atragantándose de jeringos que
chorreaban aceite por un oscuro papel
que apretaba entre sus manos.
Guardé
silencio unos minutos; no sabía qué decir ni qué hacer, pero dentro de mí
sentía que algo se desgarraba. Lucrecia, feliz en su ida, pero conocedora de mis recónditos sentimientos, trató de
aliviar la despedida:
-No sé
escribir pero, si quieres, le digo a mi abuela que te mande una tarjeta y te
diga dónde estamos y en qué casa vivimos, pero, ¿y si la coge tu padre?
Las dos nos
quedamos en suspense. Era seguro que la cogería mi padre y era seguro también
que no me la daría. De pronto, Lucrecia tuvo una idea:
-Se la
podemos mandar al larguirucho. Vive en
el 22 de la calle Larga. Está “alelao” pero sus padres no saben mucho tampoco
de lectura, ni se meten en nada. Sí, se la mandaremos a él. Tú pregúntale.
-A lo mejor yo también me voy interna a un
colegio… -dije a punto de llorar.
-¿Interna?
¿Y eso qué es? -me preguntó con la boca
chorreándole aceite- ¿Y adónde te vas?
-Todavía no
lo sé, pero interna es que no puedo salir del colegio…
Nuestra
conversación la interrumpió su abuela:
-Bueno
–dijo-, dale un beso a tu amiga que ya nos vamos, que perdemos el tren.
Aquella
calle, aquella casa, su madre, su abuela, y sobre todo Lucrecia, dejaron en mí
huellas que jamás he podido borrar de los entresijos de mi alma y que esta
madrugada, tras muchos años, me conducen incesantemente a ella, como si los
arcaduces de esta noria que es la vida, volvieran a tomar agua de aquella gran
alberca de marginación y dolor que fue
su vida y que engarzaría con la mía
hasta el final.
Nuestros
caminos parecían separarse definitivamente, pero…
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