Mendigo de piel negra, ¡muy negra!,
disfrazado de no sé qué, a pie de semáforo, horas, muchas horas de pobreza y
rigores, con la mano extendida, de coche en coche, de ventanilla en ventanilla. “No, no…” -repetían gestos de cabeza tras
herméticos cristales.
Yo, en mi
cafetería habitual, arrellanada en cómodo sillón, justo frente a él, piel
blanca, buen desayuno y limosna en nómina, lo observaba.
Apartándose unos
pasos de su puesto oficial de mendigo, entró en la cafetería.
Por unos instantes, expectación y silencio. Después, demasiado pronto, alguien
exclamó: ¡valiente mamarracho! No sé
cómo fue pero me hicieron daño aquellas palabras. Miré, me miré, me revestí con
la piel negra, muy negra, de un ser humano, nacido de útero blanco, cuya
estrella debió caer en noche, sin luz,
y que, con la mano extendida suplicaba una limosna. Y me vi huérfana de patria, casa,
familia…
Y no sé como fue
pero, al sentirme negra, miré, me mire y me vi, nos vi a todos auténticos
mamarrachos blancos. Demasiado blancos, tan blancos que parecíamos negros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario