Un trozo de buena tierra fue despreciando a cuantos
compradores querían hacerse con ella.
No -repetía-, no quiero amos por grandes
que sean vuestras ofertas. Me debo a todas las semillas, a todas as aves, a
todos los pasos.
Pero
un día, las tierras de alrededor, que se dejaron comprar, comenzaron a ser
tratadas, sembradas, abonadas, cultivadas. Sus amos, con grandes expectativas,
vivían pendiente de la cosecha. Sucedió, no obstante, que, a pesar de las
apariencias, aquellas tierras no eran tan buenas como parecían por lo que
frustraron a sus compradores que tras exterminar, mediante fungicidas,
herbicidas, etc, toda clase de vida en aquellas tierras, las abandonaron
Y
aquellos terrenos, vergeles de tantos
cuidados, quedaron reducidos a estériles y solitarios desiertos que para nada
servían y que nadie frecuentaba.
Por el contrario, de la tierra que no quiso
amo, brotó, como cada temporada, abundante hierba que servía de alimento a pajarillos, y de
refugio a insectos, y de paseo a cuántos querían refrescar sus pies.
Las
tierras que se habían vendido exclamaron: ¡qué sabia fuiste, vecina! Los amos
piden todo a cambio de mucho que no es
nada porque cuando te exprimen y ya no
les sirves, sin piedad, te abandonan.
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