(Mi más
sincera felicitación a todos los que hoy celebran su onomástica a los que mando
un abrazo muy especial)
(Carta escrita y publicada a su muerte)
Era una noche
muy negra de tormenta, cuando la "catalana" aterrizó por fin en la
aldea de Fuente Carreteros. Un puñado de gente, apontocada en los quicios de
las cuatro casas cercanas, se apiñó al chirriar de frenos, repique, no obstante
de campanas, que evidenciaban al fin, la llegada de la nueva maestra. Era mi
primera escuela, y era casi una niña asustada que con rechinar de dientes fui
acogida con clamor de vítores y palmas. El primero en acercarse y allanarme la
llegada fue él: un cura joven que, también estrenaba su primer destino: Pepe
Pérez Galisteo –dijo, extendiéndome una mano-. Tranquila, tranquila; todo le va
a ir bien.
Y medio en “borondillos”
me transportaron a la iglesita, situada en el centro de cuatro destartaladas y
oscuras calles. Sólo recordando mi estancia en la aldea, sus silencios, sus
olores, su gente, sus niños y sobre todo su cura, puedo dar fe de que he
vivido. Hoy, aquel cura, ha muerto y ha tenido que pasar algún tiempo para que
pueda serenamente recordarlo en palabras.
Muchas veces
me he repetido que a la hora de mi muerte quisiera tenerlo a él a mi lado, pero
me cogió la delantera y se fue como vivió: sin hacer ruido. Y ahora me queda
aquella fragancia a rosas que despiden los santos.
¡Cuántas
veces fui testigo oculto de cómo se quedaba sin comer para dar su comida a los
pobres! ¡Cuántas horas pasaba cada día junto a los enfermos! ¡Cuánta humildad,
sencillez y amor se percibía en su cercanía! Que lo diga la gente de aquella,
hoy histórica, aldea. Que lo digan los enfermos de Reina Sofía donde tantos años
fue capellán. Que lo digan sus
feligreses de Monturque y los de la parroquia Virgen del Camino. Santo
canonizable para el que reivindico que su nombre se rotule en aquellos lugares
por donde pasó. Por mi parte no tengo que erigirlo en monumento alguno porque
él sigue vivo y como el santo que era instalado en la placita de mi corazón.
Hoy, cuando
un año más llega su onomástica, su recuerdo se me aviva hasta el punto de que
lo veo, lo oigo y hasta noto su presencia serena y aquella
sonrisa de inmensa humanidad con su
pizca de humor transparente.
Esta mañana
de San José, del Día del padre, esta mañana de cálidas nubes que de vez en
cuando, se torna en suave lluvia, miro al cielo y a él por santo y a mi padre
por ser el mejor padre del mundo, una
palabra me brota del corazón: ayudadnos. Amen.
Fueron tardes inolvidables de paseos con niños y mayores, paseos que él
compartía y animaba con su gracia humanidad.
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