Una de mis hijas, cuando
sólo tenía seis años, me preguntaba: ¿por qué
se mueren los viejos? Exactamente
no recuerdo qué explicación le daría. Posiblemente aquella que todos tenemos en
mente, cuando comprobamos la edad de algún difunto en las esquelas mortuorias: ¡Los
años, los años que no perdonan! E, interiormente, en un querer ver y no ver,
hacemos un ligerísimo arqueo comparativo, al tiempo que nos reconfortamos con
el resultado: ¡ochenta, noventa..! ¡Nos quedan años todavía!
También para el difunto joven
tenemos nuestras razones: habría que
ver qué vida llevaba, qué excesos, qué descuidos de salud, etc. Así, más
o menos, andamos todos: convencidos de que los viejos se mueren de viejos, y los
jóvenes por irresponsables errores de
los que habría que tomar buena nota,
cuando todavía estamos a tiempo: vida sana, mucho andar, poco comer y paz, paz del espíritu y calma ante los
acontecimientos.
No obstante, mi obsesión
por los ancianos, hace tiempo que me llevó a otras bien diferentes
conclusiones: la mayoría de los viejos se mueren porque nada hay en la vida que
les interese, nada que los motive, nada que les sirva de excusa para seguir
viviendo, nada de ilusión, nada que hacer... La última vez que visité una
residencia, hace unos días, me reafirmé en estas tristes realidades, y no
quiero que haya malos entendidos acerca
del trato allí recibido. No, no es eso, al menos en la mayoría de las
residencias que conozco.
El problema es tan
transcendente como simple porque
residir es sinónimo de habitar pero no de vivir en el sentido de utilidad,
provecho, luchas y alegrías que conlleva el proyecto vida al que nadie quiere
renunciar por muchos años que cumpla. Cada vida -Ward Howe- ha de tener sus espacios
vacíos, que el ideal ha de rellenar. Sucede que, tal y cómo socialmente nos
hemos organizado, a los ancianos les
hemos segado esos espacios, y lo hemos hecho, y lo hacemos, con una despiadada
forma de entender sus limitaciones y deterioro de capacidades: estás sordo; no te enteras; estás ciego,
date más prisa, tropiezas en todo, no te muevas, que te vas a caer, no digas,
no hagas: ¿qué dices? habla claro, no seas egoísta…
Y al anciano se le van apagando los pequeños
destellos de ilusión que puedan quedarle, máxime cuando la ternura, la
atención, el sabio proceder de cuántos le rodean brille por su ausencia. ¡Qué duro debe ser el final para
quienes se sientan abandono y soledad! Padres, madres que lo dieron todo, que
de su vida hicieron una dedicación plena y absoluta, sacrificando mucho más de
lo que les pertenecía por el bien de sus hijos, hoy, ¡qué pena!, sólo piensan,
sólo viven para la hora de esa visita,
de esa llamada de teléfono que muchas veces, ni llega, de los hijos, de los
nietos, de los familiares y amigos. No, los viejos no son deshecho, ni son
tontos, ni son niños, ni están muertos. Siguen ahí, soplando, eso sí, pequeños
destellos de vida que con nuestro proceder, vamos señalando para que así sea.
Seamos conscientes de nuestra responsabilidad, que la tenemos y grande, y tendámosle
nuestra mano, pero sobre todo, nuestro amor
de forma
que no pierdan el rescoldo de las grandes fogatas que fueron sus vidas
De todo esto mueren los viejos, aunque yo no
pudiera explicárselo así a mi pequeña que tanta pena sentía por ellos
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