Cuando escribo, amigos, me gusta, pasado algún
tiempo, leer de nuevo, sobre todo mis relatos y novelas. Y siempre las
descripciones, hoy casi inexistentes en la narrativa, me provocan una visión
tan real de lugares y personajes que yo misma dudo y me pregunto si han
existido o si tan solo son ficción. Este fragmento que os dedico de mi novela
"Mi amiga Prostituta", es uno de ellos.
Un día, Lucrecia me dijo: ¿quieres que vayamos a mi casa? Mi madre y
mi abuela son buenas y tu padre no se va a enterar. ¡Bueno, vamos! –contesté de
mala gana.
Y allí me encontré, en aquella lúgubre
calle del rio. Un patio limpio, enlosado. Geranios y gitanillas en flor
decoraban paredes y rincones, un pozo, mecedoras de lona, gatos, ¡muchos gatos!
que saltaban de un lado para otro, una frondosa
parra y una mujer, su abuela, alta, arrugada, de sobresalientes pómulos,
permanente de caracolillos en un pelo cano total, grandes ojos perdidos en una
extraña lejanía y una arcaica distinción que se podía adivinar en su cuerpo
erguido, a pesar de los años, que
seducía e inspiraba confianza y respeto, propietaria de aquel pobre
burdel.
Sí, estaba allí, debajo de la parra,
sentada en una silla baja de anea, con una canasta llena de medias y calcetines
que zurcía sobre un huevo de madera que
le servía de soporte. Esta es mi amiga, abuela, la que te dije, la del médico,
María. Ella tiene un jardín con una mujer de mármol y en cueros…
Levantó la mirada. Sus grandes y
profundos ojos se clavaron en mí y con una desafiante serenidad y una evidente
voz aguardentosa, me preguntó: ¿sabe tu
padre que has venido? No, no lo sabe,
pero no se va a enterar –contestó Lucrecia con total rotundidad-; aquí
no hay chivatos. Pues, anda, dale pan y
chocolate y que se vaya. Tu madre ha
dejado la merienda en la cocina. ¿Y dónde está
mi madre? –preguntó, Lucrecia, sabiendo, creo yo, la respuesta. Ahora
mismo no puede salir… ¿Otra vez con el tío ése?
Aquella mujer no
contestó. Se sumió en los zurcidos, al tiempo que repetía: ¡anda, que meriende esta niña y se vaya.
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