La Manuela, boca arriba en la cama, no paraba de relatar disparates, y la
Chacha, a punto de caerse de la cama, exclamó:
-¡Coño, que te calles a ver si podemos cerrar los ojos
que ya tenemos bastante con estar como
piojo en costura!
-¡Ay, si es que mi
Domingo en un calabozo oscuro y sentao en el suelo...!
-¡Olvídate del Domingo que seguro está mejor que nosotras y
que cierres la boca de una puñetera vez!
Por uno minutos se hizo silencio, aunque ninguna dormía por más que lo intentaba. De
pronto la Manuela, exclamó:
-¡Ay, que me meo!,
¡que no puedo aguantar!
¡Lo que faltaba! –exclamó la Chacha, echándose abajo de la
cama- ¡Anda, hija, ahí tienes la
escupidera! ¡Ten cuidao no te mees fuera!
La Manuela, saltando por encima de la Gregoria y con la
ropa por la cabeza, exclamó:
-Perdonad, pero no puedo aguantar y es que estoy enflatá de
tanto disgusto y sin probar bocao...
- ¡Anda, leche! -exclamó la Chacha-. A ver si pierdes carnes
que falta te hacen.
Y la Manuela, medio en pie y haciendo puntería a la
escupidera sin conseguirlo soltó un chorro que dejó la escupidera casi
llena. ¡
-Ay, san Pancrecio y tos los santos la que has liao! –exclamó
la Chacha, sin poder acercarse a la cama. ¡Has dejao el suelo chorreando de
meaos!
-Pues, yo también me meo –dijo la Gregoria-, y la escupidera
está rebosando.
-¿Qué hacemos? –dijo la chacha-. ¡La madre que nos parió! Y
to por el compadre que ha perdío la cabeza
Y sin pensarlo dos veces, con sumo cuidado y con las dos manos, cogió la escupidera y
por un ventanuco, que daba a un descampado, cogió algo de impulso y arrojó los
orines, pero con tan mala suerte que parte de ellos le cayeron encima,
provocando una carcajada de la Manuela y la Gregoria, mientras ella exclamaba:
-Me cago en la madre de la escupidera y de tos vosotras que me habéis metío en este lío, y yo lo que
tenía que hacer es estar en mi casa. Jarta estoy de tanta chuminá que la
comadre esta apalancá en su Domingo y
las demás, al carajo
-Ay, ay, qué saltaero tengo! ¡Ay, que malos infundios!
-¡Joía, que tienes de to pero la boquita no la cierras. Un
buen zangarreo es lo que te hace falta.
A partir de ese momento, y sin dejar de mirar el reloj que ya
eran las cuatro de la madrugada, la chacha, chorreando orines, y sin saber que
hacer, seguí relatando, que no había quién la callara:
-¿Y qué hago yo ahora con las enaguas y to chorreando orines?
¡En lo que me ha metío el joío Domingo y
la madre que lo parió! ¿Dónde leches voy yo llena de meaos?
La Manuela, con
apariencia de estar muy compungida le propuso algo:
-Tranquila, comadre. Podemos echarte el agua de la jarra y te
enjuagas un poco las enaguas. ¿Llamamos
al Piquiqui y le contamos lo que nos ha pasao, a ver si pudiera
buscar un vetío de su difunta...
-¡A la mierda tú y el Piquiqui! –exclamó la Chacha? ¿El vetío
de una muerta? ¡A ti se te ha ido la
torre! Hasta repelucos me dan de pensarlo.
Alrededor de las ocho, unos golpecitos en la puerta y la voz
del Piquiqui las alertaron.
¿Quién es? –preguntó
la Chacha.
-Perdonen las señoras
que las despierte, pero ha venío un guardia y que a las nueve pueden ver a su
marío.
-¡Ay, ay, mi marío que ya está libre! –repetía la Manuela-.
¡Vámonos ya que el pobre mío habrá pasao una mala noche!
La chacha, en jarra delante de ella, exclamó:
-¡La madre que te trajo!
¿Mala noche? ¡Claro, como nosotras hemos estado de Noche Buena cantando
y bailando! ¿A ver dónde voy yo meaíta de arriba abajo con vuestros meaos?
-¡Eso se te seca na
más pisemos la calle! -se atrevió a decir la Gregoria.
-¡Y una mierda se me va a secar! -contestó la Chacha.
Sin lavar, sin peinar y con los vestidos hechos un higo,
llegaron al cuartelillo: -¿Dónde está, dónde esta? –preguntaba acelerada la
Manuela.
-Tranquila, señora, que tiene que pasar por la sentencia.
-¿Qué sentencia?
-¡So chocho la que le ha liao al sabio y a to el personal, y qué peste llevo encima! ¡qué
inrritación!
-Una multa de cincuenta pesetas y amonestaciones que era palabras que a la Manuela le sonó muy gorda.
En el coche de Manolito, que en la aldea hacía de taxis en
urgencias, regresaron a la aldea. Durante el camino, los cuatro sin cesar de dar cabezadas, y el Manolito sin
cesar de repetir:
-¡Qué olor más malo! Alguno ha pisao una mierda, ¡qué mal
huele!
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