Hoy os traigo un fragmento de prólogo
porque creo que nos puede ser útil a todos.
La primera experiencia que
quiero transmitirte, amigo, y a modo de
introducción, comenzó tras la muerte de mi marido, hace ya diez años. Hasta
entonces creía contar con buenos amigos: literatos, maestros, médicos, sacerdotes,
psiquiatras, psicólogos... Con todos
ellos me había relacionado de forma cordial, amigable y frecuente, haciéndolos
objetivo de mi confianza y afecto, así como erigiéndolos, más o menos, en
consejeros, censores, confidentes de mi problemática y compleja vida.
Pero he aquí
que, transcurridos dos o tres días, ni uno más, de tan triste acontecimiento,
mi casa se silenció de visitas, cartas, llamadas... No podía entender.
Mentalmente, “pasaba lista” de nombres, circunstancias, palabras... y hasta los más íntimos, los que
mejor conocían mis sentimientos más profundos, los que con más motivos podían
imaginar mi soledad y dolor, se olvidaron de que los necesitaba, de que me
urgían sus palabras, su afecto... su
presencia.
Y me refugié
en mis hijos y en mi trabajo en una auténtica escalada, día a día, de
dificultades nuevas, de situaciones desconocidas y sobre todo, en la difícil
maratón de vivir sin él, incondicional y amoroso compañero de treinta años.
Pero me negué
la necesidad de seguir llamando de “puerta en puerta”, suplicante como niña
asustada. Me decidí a ser, en lo
posible, mi mejor amiga, mi propio
médico, psiquiatra... psicólogo. Me decidí, en definitiva, a ser adulta.
Y aprendí algo importante y transcendente para mi
futuro más inmediato: en s Y también: ¿Qué podían darme las palabras, la
compañía de los demás que yo no pudiera decirme, darme..? ¿Acaso no eran todos
seres tan mortales, limitados,
imperfectos como yo..?
Comprendí,
en su más dilatada dimensión, aquello
de que... Buscar en soledad la verdad es caer en la cuenta de que el hombre es
un ser solitario que necesita la presencia de los demás para creerse
acompañado, comprendido y amado.
En
definitiva: somos nosotros mismos lo mejor que tenemos.
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