Hoy os traigo, amigos,
un texto, que como otros, ya algunos conocéis. Quiero decir que no es de
hoy ni de ayer, pero siempre habrá alguien que lo pase tan mal como lo he
pasado yo muchas veces y en esta ocasión especialmente.
DEPRESIÓN
Una vez
más, y sin causa aparente, me despierto con una depresión tal, que el amanecer que tanto me gusta, mi café de
las seis de la madrugada, mis artículos pendientes, todo, hasta el pensar, se
me transforma en una especie de enorme, de gigantesca bola que se me acerca y
me tengo que tragar. En mi interior solo unas palabras: no puedo, no puedo.
Me siento impotente para dar un paso, para salir de la cama, para beber un
trago de agua, impotente total para todo: no puedo, no puedo es una voz interior que me paraliza
No, no
se trata de un bajón pasajero, de una hora de astenia… ¡Qué va! Me noto
taquicardia y un dolor físico inexplicable. Es como si me doliera la piel de
todo el cuerpo. Pienso que es mejor la muerte que sentir algo tan tremendo. Me
quiero decir que igual que otras veces, pero me digo que no, que es distinto:
Me duele la cabeza, tengo ganas de vomitar, me noto como atascados los
sentidos. Bloqueada, mareada, con el vello
erizado por un mal sueño. ¿Qué
hago? ¿Qué tomo? ¿Llamar a mis hijos? Estarán durmiendo y en una hora correrán
a sus hijos, a sus trabajos… ¡No, no los molesto para esto! ¿Qué me pueden
decir ellos que yo no me diga? Además, esta es mi hora; ellos tendrán que vivir
la suya. ¿Llamar a un amigo/a? ¡Si tengo la impresión de que nadie me quiere,
nadie me acepta, nadie se preocupa para nada de mí! Creo que no tengo amigos;
¡ni uno! ¿Llamar al médico? Ya me sé de memoria sus diagnósticos y
tratamientos. No, nos los quiero; me duermen, me inflan de pastillas, me dejan
más ausente de todo… ¡Pero si no puedo coger el teléfono, si no puedo ponerme
los zapatos, si no puedo, no puedo…!
¿Y qué
hago? ¿Dónde voy así? Tan sola, tan mal…. ¿Quedarme en la cama? ¡Pero si la
cama me resulta un tormento! ¿Sentarme y
ver la tele? Me aburre, me cansa… No, no quiero televisión, no radio, ni libros, ni
ordenador… No, no quiero nada. Oscuridad, silencio, quietud, tal vez. La gente
duerme engañada de todo lo que le echen, la gente come, baila, se divierte…
Como
robotizada entro en el baño. El espejo, ¡siempre el espejo! Me miro y trato de
esbozar una sonrisa. ¡Si tienes buen
color! –me dice-. ¡Si estás que no pasan días por ti! ¡Anda, calla, embustero! Me visto, al fin,
decido salir a la calle. Es noche todavía y mi cafetería está aún cerrada. Doy
unos pasos de espera. Nubes bajas, negras, gotas gorda… Acelero el paso, abro
el paraguas, me tomo el pulso, acaricio al paso la rama de un arbusto: ¡Ayúdame,
pequeño árbol! Huelo un jazmín. ¡Ayúdame, pequeña flor! Me dejo caer
en el tronco de un gran árbol de mi Avenida: Tú puedes, árbol. Tú estás vivo
y eres gigante; ayúdame. Me detengo junto a un perro que vaga por la calle:
¡Hola amigo! ¿Tienes frío? ¿Tienes hambre? ¿Estás solo? Eres guapo y tienes
cara de bueno. Entre tú y yo no hacen falta explicaciones. Me miras, me
entiendes, te hablo: ¡Pobre! Tú no puedes vivir sin amor; yo tampoco. Tú
necesitas compañía; yo también... Vente conmigo; voy a tomar un café; te invito
a lo que pueda darte. Y me habla: Sin más, me sigue pegado a mis botas y bajo
mi paraguas.
Un halo
de mejoría me noto. Sí, estoy mejor.
Y esto
no es un cuento literario, es una confesión de la que no me siento,
precisamente, orgullosa. Es lo que hay, lejos de todo tipo de inventos
para rellenar entradas y salir del paso. Es la verdad dura y pura a la que se
enfrentan, nos podemos enfrentar
cualquiera a diario, millones de seres humanos. Muy poco podemos hacer,
excepto ayudarnos a nosotros mismos cuando nos toque.
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