Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

4 nov 2019

HISTORIAS DE UNA ALDEA

CAAPÍTULO III
 La noche de aquel primer día de mi llegada., se cerró en agua. Apenas pude dormir. Casi de madrugada oigo el cascabeleo de una manada de cabras y al cabrero que vocea:
-¡Niñas que so os han pegao las sábanas!  ¡Qué buena noche le habéis dao a los maríos, so joías! Priesa que me mojo.
Salgo a la calle. Llueve todavía. Una bruma húmeda envuelve la aldea. Los jaramagos de los tejados chorrean. Hay charcos en el empedrado de la calle y las chimeneas rebosan humo blanco que sale a borbotones y se esparce haciendo piruetas en el aire.
Una voz bronca de mujer me llama la atención:
-¡Menudo pijotero estás tu hecho! No dices más que chuminás!
-Chacha –dice el cabrero-, un respeto que uno anda de chascarrillos...
-De chascarrillo y escuchimizao.  ¡Búscate ya una novia que eres más viejo que el palodú.
-Pues na más que por esos piropos tan cariñosones, chacha, y aunque ando maluscón, verás el chorreón que te van a regalar mis cabras.
Camino por aquellas callejuelas de piedra que huelen a tierra mojada, a tostones,  a dulces caseros, a café con leche, y a tostadas con aceite y ajo...
Las mejores casa de la aldea están allí, en el centro, donde hay más vida y, casi siempre, más gente; donde se asienta el baratillo de los martes; donde el Bocanío vende el pescado los jueves; donde la Gata coloca todas las mañanas el tenderete de los jeringos, que aquella mañana chorrea, y las cuatro mujeres que esperan turno se arrebujan, pegadas a la sartén y al tejadillo del tenderete; donde está el kiosco del Francesito, el inválido  y, en fin, donde se desenvuelve la vida, y donde vive el cura, y el Victorino.
Dando un paseo un poco más largo, tropiezo a bocajarro con la ventana de un viejo porche. Allí, cuadriculado y encogido, con la nariz pegada al cristal y con sus pequeños ojos mongólicos absortos en los hilillos de agua que corren junto a las acera, está Quisco.
Ha dejado de llover. El último toque de misa ha sacado de sus casas a piadosas mujeres que, con pañolones en la cabeza, se dirigen con prisa a la iglesia mirándome de arriba abajo al pasar junto a mí, y que me saludan con respeto y casi con reverencia. Cierro el paraguas. Golpeo los cristales de la ventana de Quisco.
-¡Hola! –lo saludo-. ¿Te acuerdas de mí? Soy Blanca, la nueva maestra –le explico-. La de la casa de la Manuela.
Y Quisco, como si regresara de una larga y extraña ausencia, se ahueca feliz dentro de una camiseta escotada y sucia. Me mira. Sonríe.


A partir de aquí, Blanca, la maestra, "desaparece" como personaje de esta novela y serán los personajes, mujeres y hombres muy primitivos pero  divertidos, sencillos y humanos en su convivencia. La maestra se dedicará a observar y narrar. 







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