CAAPÍTULO III
La
noche de aquel primer día de mi llegada., se cerró en agua. Apenas pude dormir.
Casi de madrugada oigo el cascabeleo de una manada de cabras y al cabrero que
vocea:
-¡Niñas
que so os han pegao las sábanas! ¡Qué
buena noche le habéis dao a los maríos, so joías! Priesa que me mojo.
Salgo
a la calle. Llueve todavía. Una bruma húmeda envuelve la aldea. Los jaramagos
de los tejados chorrean. Hay charcos en el empedrado de la calle y las
chimeneas rebosan humo blanco que sale a borbotones y se esparce haciendo
piruetas en el aire.
Una
voz bronca de mujer me llama la atención:
-¡Menudo
pijotero estás tu hecho! No dices más que chuminás!
-Chacha
–dice el cabrero-, un respeto que uno anda de chascarrillos...
-De
chascarrillo y escuchimizao. ¡Búscate
ya una novia que eres más viejo que el palodú.
-Pues
na más que por esos piropos tan cariñosones, chacha, y aunque ando maluscón,
verás el chorreón que te van a regalar mis cabras.
Camino
por aquellas callejuelas de piedra que huelen a tierra mojada, a tostones, a dulces caseros, a café con leche, y a
tostadas con aceite y ajo...
Las
mejores casa de la aldea están allí, en el centro, donde hay más vida y, casi
siempre, más gente; donde se asienta el baratillo de los martes; donde el
Bocanío vende el pescado los jueves; donde la Gata coloca todas las mañanas el
tenderete de los jeringos, que aquella mañana chorrea, y las cuatro mujeres que
esperan turno se arrebujan, pegadas a la sartén y al tejadillo del tenderete;
donde está el kiosco del Francesito, el inválido y, en fin, donde se desenvuelve la vida, y
donde vive el cura, y el Victorino.
Dando
un paseo un poco más largo, tropiezo a bocajarro con la ventana de un viejo
porche. Allí, cuadriculado y encogido, con la nariz pegada al cristal y con sus
pequeños ojos mongólicos absortos en los hilillos de agua que corren junto a
las acera, está Quisco.
Ha
dejado de llover. El último toque de misa ha sacado de sus casas a piadosas
mujeres que, con pañolones en la cabeza, se dirigen con prisa a la iglesia
mirándome de arriba abajo al pasar junto a mí, y que me saludan con respeto y
casi con reverencia. Cierro el paraguas. Golpeo los cristales de la ventana de
Quisco.
-¡Hola!
–lo saludo-. ¿Te acuerdas de mí? Soy Blanca, la nueva maestra –le explico-. La
de la casa de la Manuela.
Y
Quisco, como si regresara de una larga y extraña ausencia, se ahueca feliz
dentro de una camiseta escotada y sucia. Me mira. Sonríe.
A partir de aquí, Blanca, la maestra, "desaparece" como personaje de esta novela y serán los personajes, mujeres y hombres muy primitivos pero divertidos, sencillos y humanos en su convivencia. La maestra se dedicará a observar y narrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario