Entrado ya el invierno la recogida de aceitunas era acontecimiento que cambiaba el paisaje del pueblo. En las mañanas, bien temprano, las cuadrillas de aceituneros, con sus típicos atuendos, cruzaban el pueblo camino de los tajos y regresaban a la caída de la tarde, cuando el vaho húmedo del Guadalquivir reinaba ya en las calles y el silencio se entronizaba al calor de braseros y chimeneas.
No puedo dejar de recordar, y confieso que lo hago con nostalgia, las tardes que pasaba acompañando a mi abuela en su casa de mi misma calle. Sentada frente a ella, que permanecía soñolienta, liada en un gran manto negro, en la mesa estufa situada junto a la ventana, me gustaba escuchar el chasquido de los burros sobre las piedras de la calle, su alegre y humilde trotecillo, al arrear vociferante de los arrieros, camino de los molinos, Hileras de estos animales cargados de aceitunas dejaban tras sí un rastro sin igual de olores a tierra, aceitunas, molinos, aceite…
Y me recuerdo allí, removiendo el brasero, observando el vuelo pegajoso de algunas moscas, en los cristales, sintiendo pena de mi abuela que lo mismo canturrea que duerme y escuchando, siempre atenta, al rumor de la calle.
La noche llegaba pronto, y braseros en las puertas que aventabas tufos y malos olores, y tabernas que concentraban a jornaleros, y el regreso del rosario entre velos, abrigos y prisas.
Y en las casas, cenas calientes, mientras se escuchaba radio Andorra que, durante tiempo fue como lo más celebrado que se podía escuchar. Nunca olvidaré aquel anuncio de “Nori del borreguito”
En los fríos y húmedos inviernos, y dado que el único sistema de calefacción eran los braseros, frecuentaban los piconeros que por las esquinas pregonaban de forma singular su mercancía consistente en picón en distintas variedades.
Su familiar soniquete, como el de otros pregoneros, era tan de diario que llegaba a escucharse como
música callejera que siempre tenía eco en las necesidades caseras. “¡Al picúooo!” repetían poniendo el acento en la u, cosa que resuena esta madrugada fría en mis oídos, cuando el confort de sofisticadas calefacciones es lo habitual ya de todos los hogaEn aquellos braseros de picón eran muy frecuentes los tufos que exhalaban humo y mal olor por lo que eran abundantes los sahumerios consistentes en echar al brasero puñaditos de alhucema e incluso romero y azúcar que impregnaban el ambiente de una calidez inolvidable.
En aquellos años, los gatos, animales casi obligados en todas las casas, protagonizaban incidentes que a veces resultaban peligrosos. Se quemaban el rabo en los braseros y si bien los delataba el mal olor que desprendían, a veces escapaban con el consiguiente peligro de prender fuego que conllevaban sus huidas por lo que se perseguían y vigilaban hasta encontrarlos escondidos en recóndito rincones. Era curioso, al respecto, que algunas casas tenían –y todavía algunas lo tienen- en la puerta de la calle un agujero, llamado gatera, por donde los gatos salían y entraban libremente.
También en casi todas las casas, y como si no viniera al caso lo recuerdo, había corrales con gallinas, conejos y pavos. Y era bonito escuchar en las madrugadas los repetidos y variados cantos de gallo. Me veo recogiendo cada día los huevos y pasándomelos por la cara para comprobar su calidez y suavidad. Y me veo muchos ratos sentada frente al gallinero observando sus lentos movimientos y pensando que debería ser muy triste ser gallina, dado el “aburrimiento” en que creo contemplarlas.
Muy importante es que los niños de ahora visiten granjas y se acerquen al conocimiento de la vida rural que en aquellos años se conocía y vivía de forma natural.
Y ya que he hecho alusión a los gatos no quiero dejar pasar, y en esto sí que habría que darle la enhorabuena al progreso, el mal trato que algunos niños daban a estos animales que les servían de diversión y para tal fin solían atarle a la cola latas con gasolina en llamas, logrando que los animales corrieran aterrorizados y quemándose, al tiempo que ellos, los protagonistas de la gamberrada, se carcajeaban del éxito logrado. Otras veces los ataban y hacían puntería con piedras, apuntándole a los ojos.
Nunca pude resistir aquellos espectáculos ante los que me revelaba sin éxito porque no había lugar para la cultura ecológica y nadie se preocupaba de aquellos crueles eventos.
También recuerdo el final de las crías de los gatos: Envueltos en un trapo eran arrojados al río en horas que los más pequeños durmieran o estuvieran ausentes, pero la súbita desaparición de las crías nos causaba gran pesar y era fácil intuir su final.
Objeto de malos tratos por los pequeños, y a veces por los mayores, eran de igual forma los perros que raramente tenían dueño. Creo recordar que en su mayoría eran perros callejeros a los que personalmente les tenía tanto miedo que un día, seguida por un insignificante cachorro, corrí tanto que llegué a mi casa desfallecida y aterrorizada.
Así eran las cosas y así las recuerdo y narro.
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