Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

27 sept 2019

Recuerdos en la madrugada





Mi lugar favorito, la ribera del Guadalquivir 
a su paso por mi pueblo, Villa del Río

Hoy, amigos, os cuento,   de mi obra “Recuerdos en la madrugada, Villa del Río, mi pueblo”, -al que pronto amigos de este grupo  van a conocer- cómo eran los otoños de mi infancia  y en el que casi todos  os vais a encontrar 
El otoño en el pueblo olía a castañas asadas, a piñas, gachas caseras, a precoces braseros de “picón”. Y eran frecuentes que aparecieran paragüeros que recorrían calle a calle, pregonando  con su singular  soniquete: “¡El paragüero! ¡Se componen paraguas fuelles  y sombrillas”!
En aquellos tiempos escaseaban, como todo, los paraguas. En cada casa solía haber uno grande, negro y  de uso casi exclusivo del padre o de la madre. Algunos niños, pocos, exhibían paragüitas de colorines. ¡Cómo los envidiaba! Era un auténtico placer colocarse debajo de las canales, especie de grandes tubos metálicos ubicados en los tejados y por donde el agua caía a chorros en las calle, y a los niños nos gustaba escuchar el fuerte “chaporreteo” sobre la tela de los  paraguas. Alguna que otra vez, lograba hacerme con el paraguas de casa y, ¡cómo me embelesaba y sentía afortunada!  
Y el paragüero dejaba a punto los roturas y desperfectos  de paraguas y sombrillas que año, tras año, se conservaban en utilidad y rendimiento.
  El otoño llegaba con tormentas, apagones de luz, velas que despedían un humillo negro que olía a sebo y que se colocaban en el cuello de las botellas, mientras nuestras madres rezaban el trisagio, y  caían granizos, fuertes chaparrones que taponaban las alcantarillas, y los niños, cuando escampaba, salíamos a la calle a echar barquitos de papel  por los arroyitos junto a las aceras, barquitos que apenas se sostenían y eran  arrastrados por las pequeñas corrientes, y en cuclillas los veíamos correr deshechos por la calle abajo,  y los chorros de las canales  que, sobre todo en las noches, acentuaban el silencio de las calles, roto, de vez en cuando por los desentonos flamencos de hombres que bebidos regresaban a sus casas al cierre de las tabernas.
El otoño era también el tiempo de las castañas asadas que las castañeras, con sus utensilios a ristre  se instalaban en la plaza y al atardecer el ir y venir era constante.  
Hemos progresado y casi todo  lo que cuento es historia, pero, cuando el  agua corre como corría esta madrugada, para mí que la historia vuelve y vuelvo a sentir como caricia la templanza, bajo mi paraguas, de la copiosa lluvia de otoño y vuelvo, como la hierba, a renacer y vuelvo a soñar.
 En las casas se hacían provisiones para el invierno, y era muy frecuente la compra de cajas de uvas pasas, higos secos, garbanzos, patatas y más que nada apremiaba el engorde final de los cerdos, objeto de las matanzas caseras y que, a lo largo del año, abastecían los hogares de manteca, chorizos, morcillas, costillas, lomo, jamones, etc. base de cocidos y toda clase de comidas.

Yo me recuerdo feliz en mi cama sin querer dormirme para seguir escuchando el rumrum de las canales y el cloc, cloc de alguna gotera sobre viejas palanganas de porcelana y que esta  madrugada me transporta a un tiempo que se nos fue, un pasado, escenario de grandes vivencias pero con  privaciones de todas clases, miedos, carencias, represiones, etc. Pero el telón del tiempo cayó, y hoy es como una vieja película que, en  blanco y negro, podemos recordar e incluso volver a ver; nunca a vivir.

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