Mi lugar favorito, la ribera del Guadalquivir
a su paso por mi pueblo, Villa del Río
Hoy, amigos, os cuento, de mi obra
“Recuerdos en la madrugada, Villa del Río, mi pueblo”, -al que pronto amigos de
este grupo van a conocer- cómo eran los
otoños de mi infancia y en el que casi
todos os vais a encontrar
El otoño en el pueblo olía
a castañas asadas, a piñas, gachas caseras, a precoces braseros de “picón”. Y
eran frecuentes que aparecieran paragüeros que recorrían calle a calle,
pregonando con su singular soniquete: “¡El paragüero! ¡Se componen
paraguas fuelles y sombrillas”!
En aquellos tiempos
escaseaban, como todo, los paraguas. En cada casa solía haber uno grande, negro
y de uso casi exclusivo del padre o de
la madre. Algunos niños, pocos, exhibían paragüitas de colorines. ¡Cómo los
envidiaba! Era un auténtico placer colocarse debajo de las canales, especie de
grandes tubos metálicos ubicados en los tejados y por donde el agua caía a
chorros en las calle, y a los niños nos gustaba escuchar el fuerte
“chaporreteo” sobre la tela de los paraguas. Alguna que otra vez, lograba hacerme
con el paraguas de casa y, ¡cómo me embelesaba y sentía afortunada!
Y el paragüero dejaba a
punto los roturas y desperfectos de
paraguas y sombrillas que año, tras año, se conservaban en utilidad y
rendimiento.
El otoño llegaba con tormentas, apagones de
luz, velas que despedían un humillo negro que olía a sebo y que se colocaban en
el cuello de las botellas, mientras nuestras madres rezaban el trisagio, y caían granizos, fuertes chaparrones que
taponaban las alcantarillas, y los niños, cuando escampaba, salíamos a la calle
a echar barquitos de papel por los
arroyitos junto a las aceras, barquitos que apenas se sostenían y eran arrastrados por las pequeñas corrientes, y en
cuclillas los veíamos correr deshechos por la calle abajo, y los chorros de las canales que, sobre todo en las noches, acentuaban el
silencio de las calles, roto, de vez en cuando por los desentonos flamencos de
hombres que bebidos regresaban a sus casas al cierre de las tabernas.
El otoño era también el
tiempo de las castañas asadas que las castañeras, con sus utensilios a
ristre se instalaban en la plaza y al
atardecer el ir y venir era constante.
Hemos progresado y casi todo lo
que cuento es historia, pero, cuando el
agua corre como corría esta madrugada, para mí que la historia vuelve y vuelvo a sentir como
caricia la templanza, bajo mi paraguas, de la copiosa lluvia de otoño y vuelvo,
como la hierba, a renacer y vuelvo a soñar.
En las casas se hacían provisiones para el
invierno, y era muy frecuente la compra de cajas de uvas pasas, higos secos,
garbanzos, patatas y más que nada apremiaba el engorde final de los cerdos,
objeto de las matanzas caseras y que, a lo largo del año, abastecían los
hogares de manteca, chorizos, morcillas, costillas, lomo, jamones, etc. base de
cocidos y toda clase de comidas.
Yo me recuerdo feliz en mi
cama sin querer dormirme para seguir escuchando el rumrum de las canales y el
cloc, cloc de alguna gotera sobre viejas palanganas de porcelana y que
esta madrugada me transporta a un tiempo
que se nos fue, un pasado, escenario de grandes vivencias pero con privaciones de todas clases, miedos,
carencias, represiones, etc. Pero el telón del tiempo cayó, y hoy es como una
vieja película que, en blanco y negro,
podemos recordar e incluso volver a ver; nunca a vivir.
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