Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

2 sept 2019

Ferias

 Al aproximarse las fiestas  grandes de muchos pueblos andaluces y entre ellos,   el mío, Villa del Río, voy a referirme  a cómo eran  aquellos días previos y a las muchas clases de preparativos que, con tiempo, se organizaban en las casas

LA FERIA: PREPARATIVOS Y FESTEJOS
Creo, sin lugar a dudas, que el acontecimiento, la fiesta por excelencia del pueblo, era la feria, cuyos actos oficiales comenzaban, y siguen comenzando, con la bajada de  nuestra Patrona, la Virgen de la Estrella, desde la ermita a la parroquia.
Pero antes de entrar de lleno en lo que era y suponía la feria para los villarrenses, me voy a permitir contar cómo eran, y cómo se vivían los días previos a tan esperado evento.
Como sucedía con todas las fiestas locales, la gente comenzaba con tiempo la limpieza de las casas que pasaba por encalados de fachadas, limpieza de tejados, pintura de balcones y ventanas. También los interiores eran objeto de exhaustiva puesta a punto que, a veces, hasta pasaba por el lavado de colchones y escaldado de lanas. 
Pero sobre todo pasaba por un sustancioso aprovisionamiento de dulces caseros: pestiños, magdalenas, orejas, etc. Recuerdo el ir y venir a los hornos con chapas de dulces en masa, primero, y los cestos con los dulces horneados y olorosos, después. Y recuerdo los recintos de aquellos hornos de leña con grandes tableros por mesas repletos de pan. En Navidad, sobre todo, era un placer   permanecer al calor de  los hornos en espera de turno, entre una media nube de moscas que se posaba sobre los blancos lienzos, que cubrían las tablas de masa, y el olor  reconfortante de tortas y pan caliente.
Aquellos aprovisionamientos extras tenían como destino primordial la llegada de familiares y visitas, por lo que la administración que se hacía de ellos era bastante comedida con respecto a los deseos de los más pequeños que encontrábamos en aquellos dulces auténticos placeres gustativos. Y aquí tengo que citar a la famosa Juana Lino, a la que con tiempo, se la contrataba para los roscos de viento que hacía  como nadie, en las casas, rodeada de la familia que colaboraba en lo necesario.
No sé si será algo subjetivo pero sigo creyendo que en Villa del Río se hacían, y siguen haciendo, los mejores dulces caseros. ¡Qué ilusión y cuánta expectativa cuando convencíamos a mi madre para que nos hiciera roscos fritos! Sencillos y baratos ingredientes que, no obstante, daban como resultado un exquisito plato de roscos para la merienda y que tras años tratando de lograr la receta, me la encuentro tal cual en la preciada obra, editada por el  CP Poeta Molleja, “Nuestros Mejores Platos”.
Y así las despensas, los aparadores quedaban listos para obsequiar tanto a  familiares ausentes, que se desplazaban en tan señaladas fechas, como a las visitas de amigos, algo común  en aquellos años.
Otro gran preparativo muy celebrado  era la tómbola, siempre benéfica.  Y para referirme a ella   tengo que recurrir, una vez más, al jardín de mi casa. Sí, allí se daban cita señoras del pueblo a fin de liar las papeletas de la tómbola.
Al atardecer de bastantes días, se colocaba una gran mesa en el jardín, y en ella montones de papelillas cuadradas, objeto del  paciente y  hábil cometido de liarlas, trabajo que consistía en, comenzando por un pico, liar y liar hasta convertirlas en una especie de viruta, cuyo punto final se engomaba cabalmente.
Recuerdo que aquellos montones de papeletas las denominaban blancas, lo que equivalía a que no llevaban premio.  Las premiadas, tenían un tratamiento especial y reservado del cual nunca supe cómo lo hacían.
Aquellos días eran especiales en casa. Al caer de la tarde se regaba aquella parte del jardín donde se ubicaban los preparativos y, ¡qué delicia el olor  de la tierra mojada impregnado del aroma de tantas flores y plantas: damas de noche, jazmines, dompedros,  hierbabuena, etc. etc.!
En esta   madrugada del año 2019, cuando el tiempo ha barrido de mi vida cosas muy queridas, como hago siempre que la amenaza del desaliento se cierne sobre mis días, me refugio en aquel jardín, en aquellas horas que me hicieron feliz en mi infancia, y feliz era en aquellos preparativos que se protagonizaban allí, bajo la luz especial que colocaba mi padre, en la  amigable conspiración en torno a la tómbola. Feliz, sentada al filo de un arríate, siempre bajo la  gigantesca fotinia, mi lugar preferido, viendo cómo las salamanquesas  se multiplicaban en torno a la luz y a una nube de mosquitos, y los gatos maullaban por los tejados, y las jarras y botijos, rezumando agua fresca y colgados en lugares estratégicos,   cundían de mano en mano.
No, no fueron tiempos mejores, pero todo estaba teñido con ese color especial que sólo se conoce en la carestía y que precisamente tornaba cualquier pequeño acontecimiento en especial, y se vivía con la  ilusión  profusa de lo grande, alegre, esperado…

 Tiempos muy complicados y duros para los mayores, pero como niña que era y, posiblemente, desde mi gran sensibilidad y fantasía, gozaba e interiorizaba lo mejor de cada momento que, posiblemente, vivía a tope de ilusión. Los niños, por lo general, no ven más allá del presente, y el mío contaba con unos excelentes padres, una privilegiada casa, una familia numerosa de grandes valores y un pueblo cuyos escenarios de cada día, de cada acontecer eran vividos con ilusión e intensidad.


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