Al aproximarse las fiestas grandes de muchos pueblos andaluces y entre ellos, el mío, Villa del Río, voy a referirme a cómo eran aquellos días previos y a las muchas clases de preparativos que, con tiempo, se organizaban en las casas
LA FERIA: PREPARATIVOS Y FESTEJOS
Creo, sin lugar a dudas, que el acontecimiento, la fiesta por
excelencia del pueblo, era la feria, cuyos actos oficiales comenzaban, y siguen
comenzando, con la bajada de nuestra
Patrona, la Virgen de la Estrella, desde la ermita a la parroquia.
Pero
antes de entrar de lleno en lo que era y suponía la feria para los villarrenses,
me voy a permitir contar cómo eran, y cómo se vivían los días previos a tan
esperado evento.
Como
sucedía con todas las fiestas locales, la gente comenzaba con tiempo la
limpieza de las casas que pasaba por encalados de fachadas, limpieza de
tejados, pintura de balcones y ventanas. También los interiores eran objeto de
exhaustiva puesta a punto que, a veces, hasta pasaba por el lavado de colchones
y escaldado de lanas.
Pero
sobre todo pasaba por un sustancioso aprovisionamiento de dulces caseros:
pestiños, magdalenas, orejas, etc. Recuerdo el ir y venir a los hornos con
chapas de dulces en masa, primero, y los cestos con los dulces horneados y
olorosos, después. Y recuerdo los recintos de aquellos hornos de leña con
grandes tableros por mesas repletos de pan. En Navidad, sobre todo, era un
placer permanecer al calor de los hornos en espera de turno, entre una
media nube de moscas que se posaba sobre los blancos lienzos, que cubrían las
tablas de masa, y el olor reconfortante
de tortas y pan caliente.
Aquellos
aprovisionamientos extras tenían como destino primordial la llegada de
familiares y visitas, por lo que la administración que se hacía de ellos era
bastante comedida con respecto a los deseos de los más pequeños que
encontrábamos en aquellos dulces auténticos placeres gustativos. Y aquí tengo
que citar a la famosa Juana Lino, a la que con tiempo, se la contrataba para
los roscos de viento que hacía como
nadie, en las casas, rodeada de la familia que colaboraba en lo necesario.
No
sé si será algo subjetivo pero sigo creyendo que en Villa del Río se hacían, y
siguen haciendo, los mejores dulces caseros. ¡Qué ilusión y cuánta expectativa
cuando convencíamos a mi madre para que nos hiciera roscos fritos! Sencillos y
baratos ingredientes que, no obstante, daban como resultado un exquisito plato
de roscos para la merienda y que tras años tratando de lograr la receta, me la
encuentro tal cual en la preciada obra, editada por el CP Poeta Molleja, “Nuestros Mejores Platos”.
Y
así las despensas, los aparadores quedaban listos para obsequiar tanto a familiares ausentes, que se desplazaban en
tan señaladas fechas, como a las visitas de amigos, algo común en aquellos años.
Otro gran preparativo muy celebrado
era la tómbola, siempre benéfica.
Y para referirme a ella tengo
que recurrir, una vez más, al jardín de mi casa. Sí, allí se daban cita señoras
del pueblo a fin de liar las papeletas de la tómbola.
Al atardecer de bastantes días, se colocaba una
gran mesa en el jardín, y en ella montones de papelillas cuadradas, objeto
del paciente y hábil cometido de liarlas, trabajo que
consistía en, comenzando por un pico, liar y liar hasta convertirlas en una
especie de viruta, cuyo punto final se engomaba cabalmente.
Recuerdo que aquellos montones de papeletas las
denominaban blancas, lo que equivalía a que no llevaban premio. Las premiadas, tenían un tratamiento especial
y reservado del cual nunca supe cómo lo hacían.
Aquellos días eran especiales en casa. Al caer
de la tarde se regaba aquella parte del jardín donde se ubicaban los
preparativos y, ¡qué delicia el olor de
la tierra mojada impregnado del aroma de tantas flores y plantas: damas de
noche, jazmines, dompedros, hierbabuena,
etc. etc.!
En esta madrugada del año 2019, cuando el tiempo ha
barrido de mi vida cosas muy queridas, como hago siempre que la amenaza del
desaliento se cierne sobre mis días, me refugio en aquel jardín, en aquellas
horas que me hicieron feliz en mi infancia, y feliz era en aquellos
preparativos que se protagonizaban allí, bajo la luz especial que colocaba mi
padre, en la amigable conspiración en
torno a la tómbola. Feliz, sentada al filo de un arríate, siempre bajo la gigantesca fotinia, mi lugar preferido,
viendo cómo las salamanquesas se
multiplicaban en torno a la luz y a una nube de mosquitos, y los gatos
maullaban por los tejados, y las jarras y botijos, rezumando agua fresca y
colgados en lugares estratégicos,
cundían de mano en mano.
No, no fueron tiempos mejores, pero todo estaba
teñido con ese color especial que sólo se conoce en la carestía y que
precisamente tornaba cualquier pequeño acontecimiento en especial, y se vivía
con la ilusión profusa de lo grande, alegre, esperado…
Tiempos
muy complicados y duros para los mayores, pero como niña que era y, posiblemente,
desde mi gran sensibilidad y fantasía, gozaba e interiorizaba lo mejor de cada
momento que, posiblemente, vivía a tope de ilusión. Los niños, por lo general,
no ven más allá del presente, y el mío contaba con unos excelentes padres, una privilegiada casa, una familia numerosa de grandes valores y un
pueblo cuyos escenarios de cada día, de cada acontecer eran vividos con ilusión
e intensidad.
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