DIARIO CÓRDOBA / EDUCACIÓN
ISABEL AGÜERA
De entre las muchas definiciones que sobre educación he leído y escuchado, me quedé hace años con una de Ginés de los Ríos que dice: “La educación es la herramienta que ayuda a las personas a gobernar con sentido sus propias vidas”.
Me gusta especialmente este concepto de educación porque coincide plenamente con el mío. Desde mis primeros pasos en el magisterio comprendí algo trascendente que he tratado de seguir fielmente a lo largo de mi vida profesional: educar es algo más que impartir contenidos conceptuales, a fin de que el alumnado sepa y aprenda mucho sobre determinadas materias.
Educar ha sido siempre para mí el arte de crear, de abrir, despertar mentes para que, desde la autonomía y libertad, puedan regir, administrar, gobernar sus propias vidas. Y desde esta concepción de educación, el maestro, el educador en general deja de ser un mero instructor para convertirse en el guía que, marchando a la cabeza, despeja caminos, facilitando así nuevos y dilatados horizontes.
Pero he aquí que esta ardua tarea, por un lado, y maravillosa, por otro, lleva implícita una urgencia: ir dando respuestas a las demandas de la sociedad para formar individuos críticos y autónomos ante todo. Hasta hace poco estas urgencias y conveniencias se cifraban, como mucho, en proporcionar al alumnado el lenguaje, audiovisual y en especial el televisivo. Como un instrumento potente de conformación de la realidad y de penetración cultural, la escuela debía intentar formar telespectadores responsables y críticos.
Ahora les toca el turno a los medios informáticos. Impregnados de un toque intelectual y científico, este medio goza del apoyo de todos los sectores de la sociedad. Ahora no se trata de formar ciudadanos y ciudadanas críticos solamente sino, ante todo, competentes y competitivos, responsables, creativos... La sociedad exige expertos y expertas en el manejo de la información a través de las nuevas tecnologías, sin que se deshumanice la comunicación, algo que, actualmente estamos viviendo y no deja de ser un pésimo uso del progreso, hasta extremos tales que se añore el pasado, lo cual no deja de ser un lamentable retroceso.
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