EL FANTASMA DE LOS ALGODONES
Eran largos y aburridos los días de aquellos veranos de la posguerra.
Mi pueblo, Villa del Río, como todos los pueblos de España, se despereza cada día con las campanadas del Ángelus.
Lentamente, los días, las horas, los instantes van recobrando el ritmo de la esperanza.
Silencio, no obstante, en el pueblo que respira abandono y soledad.
Calles empolvadas que comienzan a llenarse, de nuevo, de pregones, de palabrotas de arrieros, de marrillas de viejos que buscan las sombras y soles de siempre, de parejas de enamorados que, en románticos presagios, sostienen con el calor de su sangre, el paso implacable de los días que se cuentan y se sueñan en puntadas de primorosos y eternos ajuares.
Puertas y fachadas castigadas por la intemperie de años de abandono; tejados sin perfiles, punzantes de secos jaramagos; gente que habla en voz baja, gente que camina como si temiera estorbar en una tierra conquistada que perteneciera a otra historia.
Un hálito de terror, de miseria, de pobreza... fluye de las conciencias atormentadas por los recuerdos y se esparce endémico en el aire que se respira.
Cuando amainan las chicharras y el sol anaranjado roza la cresta del viejo molino y se cristaliza en las aguas del río, las calles, regadas a palmetazos de cubo, emanan una sofocante calina de olor a polvo asentado.
Las puertas se van ornando de mecedoras de lona, botijos, ramos de jazmines, de vecinos que, con la vista perdida en un horizonte desolado, se encuentran con las estrellas que rutilan en un cielo tan negro como si la noche de los tiempos hubiera regresado a él, desmayando para siempre la prehistoria de los días.
Y entre humos de rastrojos que flamean por los campos, maullidos de gatos en los tejados, ladridos de perros en las eras, canciones macilentas de corro por las esquinas, bajo la luz de exhaustas bombillas callejeras, palabra a palabra, suspiro a suspiro, esperanza aquí, recuerdo allá, se va forjando un trabajoso futuro.
El reloj de la plaza da las doce campanadas, y el pueblo se torna reino de silencios.
Un vaho pegajoso y húmedo invade la villa del Guadalquivir y los últimos bostezos de la noche se apagan en cantos de grillos y humos, que huelen a pan caliente, a tortas de aceite, a rosquillas del horno de Pérez.
El silencio de la noche está embrujado: se escuchan pasos fantasmagóricos que arrastran cadenas en un denso misterio que se adueña del viento y se adentra por las rendijas de los corazones que duermen en una alerta profunda.
De madrugada, al anochecer, a cualquier hora, un estallido de sobresaltos, de malas corazonadas, de suspiros unánimes agolpa a la gente en las calles: ¡El tío de los algodones!
Y el tío de los algodones, fantasma de todos los tiempos, torna expectantes los aburrimientos de los mayores, mientras los pequeños, con los ojos hundidos en el alma, lloran de miedo y se acurrucan en las faldas de sus madres.
Pasados los años, hijos del tío de los algodones jugaban por las esquinas del pueblo ya crecido, ya en olvidos de aquella tremenda guerra.
El fantasma de los algodones, obligada creatividad de un pueblo que se levanta, que se rehace entre aluviones y cenizas, para volver a ser corriente cristalina de un río joven que retorne la vida a la plaza, a la ermita, al molino, a los álamos... a las almas.
¡A lo mejor en los tiempos que corren, nos está haciendo falta un "tío de los algodones" que nos obligue a crearnos de nuevo!
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