Él, con sus pies torpes, sus infinitos achaques, sus noventa años, sus ojos pequeñitos, ensombrecidos por impenetrables cataratas, era, porque así me lo parecía, el Señor del Jardín.
Aristócrata de gestos, de palabras borradas por un evidente párkinson, colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por cualquier atajo del jardín, aparecía.
Mi nada, destinataria de sus torpes reverencias, lo saludaba, mitigando así la fatiga de sus ojos turbios, donde siempre rutilaba una lágrima y con los míos, pegados a los suyos como único horizonte de la hora, lo escuchaba.
Entre temblores, trataba de contarme su honorable pasado.
Un día, el Señor del Jardín, se fue para siempre. Alguien que paseaba me miró y exclamó: Ya entregó la cuchara.
Era otoño. Los trenes, en trepidante zig-zag, cruzaban irreverentes el silencio del jardín. Un niño paseaba en bicicleta por el albero. El Señor del Jardín no estaba: se fue para siempre, y mis paseos se tornaron hojas secas bajo mis pies, revoleteo de papeles, despedida de pájaros emigrantes.
En el majestuoso tronco de una palmera escribí su nombre: Mariano.
Y en mi alma, una vez más: ¡Hasta luego, mi Señor del Jardín!
1 comentario:
Te queda un agradable recuerdo de haberle escuchado, seguro que el lo habrá agradecido.
Es triste cuando uno desea hablar y no tienen tiempo para escucharte.
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