Alias Patillas, tan grande, tan abotagado, tan torpe de movimientos… Con una bolsa, sobra de alimentos de un bar, donde recogía papeles y ordenaba mesas, subía, cada atardecer, la rampa de la terraza, camino ya de su casa. Con la vista puesta en un burdo bastón, se detenía en un punto, me miraba, sonreía y agitando un brazo se despedía.
Y yo, soledad y pensamientos que me corrían por el alma y me inundaban de nostalgia, pensamientos que me eclipsaban en un más allá, rueda de sueños infinitos, miraba al Patillas y notaba cómo una página más pasaba por el almanaque de mis días.
Una ardiente súplica me brotaba en el alma: No te me vayas a morir, buen hombre, porque tú, con tus piernas viejas, con tus medios harapos, bien lucidos en tu cuerpo grande, con tus patillas, corola de unos labios que sin palabras sonríen, eres lo único de cada atardecer, eres el mejor testigo de mi existencia, eres, pues, mi referencia de vida.
Sí, pobre hombre, tú me recordabas mi nada que sonreía al unísono de tu despedida. Y yo, en un instante de tremendo desconcierto, de trágicos contrastes, en un instante de no entender nada y, cuando la sombra de Alias Patillas se superponía en el árbol grande que nos separaba, un halo de paz, mezcla de reflexión y agradecimiento por aquel adiós, me inundaba.
¡Lo sé, lo sé! Tras la vieja y negra boca de Alias Patilla, algo del más allá también me sonreía.
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