Se llamaba Andrés. No sabía nada de poesía.
Él no era ni refinado, ni culto, ni poderoso. Trabajador de la construcción, hombre sencillo que, tras larga y penosa carrera de obstáculos, me esperaba pacientemente, con la sonrisa a flor de gesto, con una mirada penetrante y serena, en lo más alto de la sierra.
Por circunstancias, ajenas a mi voluntad, me retrasé casi dos horas, Llegué angustiada, pidiendo excusas.
Él, hombre de manos grandes, hechas a trabajos duros, mediando tan sólo una sonrisa, al verme, se apresuró a obsequiarme con la mejor rosa encontrada: Tome, señora, cójala tranquila; le he quitado las espinas.
Inmensamente agradecida, le correspondí con palabras sin sonido que me susurraban en la memoria: La flor que amas no te hará daño, porque en mi ofrenda, no ha lugar el escozor de las espinas.
Burdo, hecho a duros trabajos, era belleza materializada en una rosa sin espinas.
Se llamaba Andrés. No sabía nada de poesía.
2 comentarios:
Como me gustó leer el detalle tan bonito de regalar te una rosa sin espinas:Al quitarlas el posiblemente algún pinchazo recibió.
Gracias, de nuevo, katiuska: Te has convertido en mi comentarista "oficial". Gracias, gracias y un beso.
Publicar un comentario