En el jardín la noche llega de repente.
Es como si los grandes árboles se
apagaran al acorde de místicos
maitines. No obstante, me gusta quedarme un poco más bajo la macilenta luz de unas farolas, Hoy,
un año más, la hora, las fechas me han
traído a la memoria una historia que ya muchos conocéis, pero como
homenaje a un hombre inédito con el que
me encontraba cada día, la repito esta noche como despedida de vosotros, mis
queridos amigos.
Él, con sus pies torpes, sus infinitos achaques, sus
noventa años, sus ojos pequeñitos, ensombrecidos por impenetrables cataratas,
era, porque a mí así me lo parecía, el Señor del Jardín. Aristócrata de gestos, de palabras
borradas por un evidente párkinson,
colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por cualquier atajo del jardín,
aparecía
Mi nada, destinataria de sus torpes reverencias, lo
saludaba, mitigando así la fatiga de sus
ojos turbios, donde siempre rutilaba una lágrima, y con los míos pegados
a los suyos como único horizonte de la
hora, lo escuchaba. Sí, entre temblores, trataba de contarme su honorable
pasado.
Una tarde, el Señor del Jardín, se fue para siempre.
Alguien que paseaba, me miró y exclamó: Ya
entregó la cuchara.
Era mediados de enero. Los trenes, en trepidante
zig-zag cruzaban irreverentes el silencio del jardín. El señor del jardín se
fue y mis paseos se tornaron hojas secas bajo mis pies, revoleteo de papeles, fuentes
selladas, caminos rotos
En el majestuoso tronco de una palmera escribí su
nombre: Mariano.
Y en mi alma, una vez más:
¡Hasta
luego, amigo!
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