Crece este día nuevo del 2016,
día de tal silencio y soledad que bien pareciera que un hada buena ha pasado
por los hogares sembrando sueños de madrugada, pero las horas avanzan en este
arcaduz imparable del tiempo, devorando el blanco sopor de la niebla.
Y mis
ojos, en nítidas transparencias, se reencuentran con el árbol al pie de la
ladera, con el camino de ayer, con la memoria perdida de las cosas que fueron
el presente feliz de mi infancia: crujir de tejados, maullidos de gatos,
goteras en palanganas y cubos... Humo blanco, humo negro, humo a borbotones en
fríos amaneceres, en ancestrales chimeneas con olor a pan caliente y a tortas
de aceite, y perros callejeros, palomos, botijos, sillas, voces en el atardecer
del jardín.
Y papá, y mamá, y mis seis hermanos y yo.
Índice del pasado que me
remite a un ayer que necesito hoy. Pero mi presente, éste hoy, uno del 2016, en
mañana de niebla sigue siendo luz, aliento, rayo que me sostiene en surcos
donde todavía es posible la sementera de una sonrisa, de una palabra, de una
lágrima...
No, no hay fecha de caducidad para el amor. Hay, sí, cada cosa una
vez; sólo una vez.
No, no puedo exiliarme porque, mientras note en mi frente el
hálito de Dios, mi vida sigue.
¡Que repiquen las campanas!
¡Que diluvie un sol
poderoso sobre mis áridos sueños!
¡Que el rayo y el trueno rueden por montes y
valles!
¡
Que el hada buena siga velando sueño; despiertos, también.
Y que al despertar en este nuevo año, oigamos todos la
voz del tiempo que ya es pasado, la voz del presente que nos repite: despierta, sal fuera y
vive.
Amigos: el tren de la vida vuelve
a pasar. Subamos en él porque no volverá a recogernos.
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