Hoy, día de regreso a las aulas par muchos maestros y
alumnos, vuelvo a mi obra Memorias de una Maestra para animar, sobre todo a los
jóvenes maestros, muchos en la creencia de que les ha tocado vivir los peores
tiempos profesionales. Los maestros antes, tal vez tuviéramos ganado el
respeto, pero no teníamos casa, ni coche, ni tan siquiera un sueldo que nos
permitiera vivir con algo de dignidad. En fin, sigo con mi aventura de ser
maestra, y sigo con el capítulo anterior, cuando aterricé en Palma del Río, en
aquella unitaria nº cinco de un barrio marginal.
Aquel año, y por razones de salud, me encuentro
desplazada de cierta institución religiosa en la que había pasado unos años,
dedicada totalmente a la enseñanza e integrada en plenitud y de la que no
deseaba salir por nada del mundo. Previamente, mis superiores me habían
ordenado preparar oposiciones al magisterio. Obtuve plaza en la provincia de
Córdoba. Y fue entonces, cuando me comunicaron la decisión de mi salida a un
apostolado por los pueblos, lejos de aquella vida para la que tan diestramente
había sido preparada, lejos de mi familia que, por previa y contundente
recomendación, ignoraba mi situación, sola y lejos de todos, enferma
-enfermedad, fruto de mi entrega sin reservas-, sin dinero -no ganaba para
pagarme la más modesta de las pensiones de entonces -, sin amigos... Todo mi
haber, aquella escuela de sesenta y cinco niñas y aquel barrio, campo marginal,
que yo recibí como mi mejor destino.
Más bien por caridad, dos buenas mujeres mayores,
solteras y de mediana posición social, por intervención de una maestra, que
tiene algunas referencias mías, aceden a darme hospitalidad en su casa. Y allí,
en el hueco de una escalera, y sobre una vieja cama, comida de manos de pintura
negra, deposito la maleta con mis pobres pertenencias. ¡Cómo recuerdo aquellas
largas noches de insomnio! En mis pensamientos, aquella casa en la que yo
dormía en el rescoldo rojizo de la lamparilla del sagrario, entre olores a
incienso, cantos gregorianos y horas de silencio y recogimiento. Y mi familia,
cercana pero al mismo tiempo tan distante e ignorante de mi situación. ¿Hacia
dónde caminaba yo? ¿Qué futuro me aguardaba? Mi refugio era el sagrario. Allí,
en la soledad de la parroquia de San Francisco, en los atardeceres
interminables de aquellos días primeros de curso, mientras por las calles cunde
el bullicio de la gente en trasiego de vida, yo, una niña - ¡lo tendré que
repetir tantas veces.. !- me pasaba horas llorando en una especie de
bilocación, porque si bien mi cuerpo estaba allí, en realidad algo de mi,
involuntariamente, escapaba de aquel mundo. No sabía, no podía desprogramarme
con la urgencia que las circunstancia requerían.
Y deseaba regresar, y pedía a Dios fuerzas para
cumplir aquella dura realidad que empezaba a ser mi vida.
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