Queridos amigos: una breve anécdota de tal ternura que me llegó a lo más profundo y ahí se quedará para siempre.
Ocho de la tarde. Mis tres nietos –los más pequeños-, por
razones del trabajo de sus padres, pasan unas horas conmigo. Los tres son
buenos y obedientes por lo que no me
causan trabajo alguno. Pero ayer no me encontraba bien; tenía algo de fiebre
por lo que les dije: hoy tenéis que ser muy buenos porque estoy un poco
malita.
El chiquitín –seis años- se levantó y en unos instantes
volvió con una mata pequeñita colocándomela con tanto esmero que me tapó hasta
los ojos. Cuando ya se iban y al despedirse con un beso, les dije: no, no me
deis besos hoy no sea que os contagie de
algo.
Los dos mayorcillos traspusieron con su padre, pero el
chiquitín, se retrasó unos minutos
frente a mí, con los ojos lacrimosos. De pronto, se arrojó a mi cuello
en tal abrazo que no me lo podía quitar de encima.
Casi nada puede parecer, pero, ¿hay algo más desinteresado,
limpio, generoso, tierno…, que el abrazo de un niño que, aún comprendiendo lo
que les decía, no le importó?
¡Qué tesoro son los niños y qué poco, a veces,
los comprendemos y atendemos como merecen por edad e inocencia.
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