Capítulo III
Un día, cuando sola en la parroquia, lloraba
sin saber qué hacer, alguien se me acercó: pasa a la sacristía, por favor -me
propuso, desde la oscuridad de la hora, una voz -; tenemos que hablar. Era don
Antonio Camaño, el párroco. Un excelente sacerdote en el que veo la mano de
Dios velando por mi vida. Por primera vez hablo con alguien de mi situación. Se
sorprende que sobreviva y trabaje en tales condiciones: apenas como, apenas
duermo, apenas vivo. Sólo trabajo y trabajo sin pausa. Él, con algunos
conocimientos médicos -había sido mancebo en una farmacia durante largo años-, se preocupa, no sólo de mi alma, sino sobre todo de mi cuerpo: cada día, con un
par de monaguillos, me manda alimentos y medicinas y puedo notar, al fin, que le importo a alguien
No obstante, mi vida es casi un delirio.
Deambulo por las calles, en una tremenda debilidad, camino de mi escuela. Allí
permanezco de la mañana a la noche. Aquella puerta jamás se cierra. Y acude
gente a que le escriba cartas, y a que se las lea, y a contarme problemas, y a
pedirme consejo... Pero los días pasaban y mi salud, a pesar de los desvelos
del párroco, se quebrantó bastante más de lo que ya estaba. Por otra parte, las
dos buenas señoras de mi pensión decidieron subirme algo: Está la vida mal -me comentaba, tímidamente, la buena de
doña Lola-. Nosotras la queremos y nos hacemos cargo, pero... Lo entiendo. No
se preocupen; me buscaré unas clases particulares entre alumnos de
bachillerato. ¿Y por qué no las "permanencias"? Aquí todos los
maestros se ganan sus buenos dineros. Usted se tiene que espabilar que le echan
todo lo que no quieren los demás. ¡Los que no pueden pagarlas, vaya!
Efectivamente, aquel sistema de clases
particulares, llamado permanencias y por el que los alumnos pagan cincuenta
pesetas al mes, crea una dinámica
discriminatoria. Maestros y maestras desaprensivos que, claramente, y en razón
de la economía casera de los alumnos, los admiten o no en sus aulas.
Personalmente, no puedo soportar
aquella injusticia. Mis largas horas de permanencia en el aula forman parte de
la vocación que siempre sentí por el magisterio, y son precisamente, aquellas
niñas, aquella gente necesitada el objetivo que me estimula y mantiene, a pesar
de las grandes dificultades por las que atravieso.
No obstante, pronto, muy pronto,
tendría que pagar muy alto y doloroso precio: había roto, sin saberlo, aquella
complicidad del pago de las permanencias...
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