Tras la sonrisa de esa preciosa niña que me mira,
veo la sonrisa de un Dios
Cuando era niña, mi amiga Paula y yo jugábamos a quedarnos
en silencio y escuchar la voz de Dios,
allí, tendidas en la hierba junto a la alameda del Guadalquivir, cuando el sol era luz en sus aguas tras el
viejo molino. Ella solía decir: este juego es una tontería; la voz de Dios no se oye, porque Dios no habla; es mudo.
Invariablemente,
le contestaba, y era una precocidad por mi parte: ¡claro que se oye! Los
pájaros, las estrellas, los gitanos… el
sol, el aire… es voz de un dios.
Y me quedaba sola en mi juego pero, a pesar de mis pocos
años, algo me decía que sí, que Dios me
pasaba por delante en todo y en todos.
Es por eso que mi
vida ha sido un estar atenta al discurso que, tras cada pequeña o gran cosa, me
hablaba de trascendencia, provisionalidad, belleza, amor… Era, y sigue siendo la
voz muda de ese Dios que no entiendo,
pero que era, y sigue siendo, la misteriosa
voz del silencio que me repite: mira, Él está aquí; Él está allí.
Sí,
tras ese sol maravilloso que acude fiel a su cita con los días, incierto a
veces, está Dios en nuestra vida, un Dios que jamás nos ha fallado, que siempre
estará en ti, en mí, en el pobre, en el humilde, en todos y en todo, el que nos acompaña día y noche, en inviernos y estíos, en guerra
y paz, en abundancia y escasez… Lo dice Heráclito, te lo digo yo. Dios está en
tu vida como el viento que pasa y no lo ves pero lo notas en tu rostro y te da
ese hálito que precisas en cada instante. Vuelve la vista atrás y dime ¿qué ves en todos y cada uno de esos
tus difíciles momentos? ¿Qué has sentido cuando, como presente, e incluso como
juez, ante ti los seres humanos han protagonizado guiones que te han
convulsionado la conciencia e incluso, a veces, te han provocado desaliento,
reflexión que, encendiendo la luz de tu espíritu, han iluminado todas las
estancias de tu casa?
Vuelve la vista atrás, sin dejar de mirar hacia delante,
y comprobarás que Él estaba allí.
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